La cumbre de los 33 países latinoamericanos y caribeños, asociados en la Celac, y los 27 gobiernos de la Unión Europea, viene a recordarnos la profunda desconexión entre los discursos y las prácticas en la política regional. A juzgar por lo que declaran los presidentes de la mayoría de la izquierda gobernante, América Latina estaría en pie de guerra contra la vieja Europa colonial. Pero la prioridad, hoy, en Bruselas, es firmar acuerdos de libre comercio y dar el disparo de salida para el Global Gateway.
¿Cómo explicar tan ostensible discordancia? Podría pensarse que el discurso antieuropeo, retrospectivamente anticolonial, es popular en América Latina y el Caribe y ayuda a ganar votos en las elecciones o a mantener altos índices de aceptación ciudadana. De no serlo, sería difícil explicar por qué tantos presidentes recurren al mismo para legitimar políticas internacionales que nada tienen de autárquicas o anticapitalistas.
Algunos gobernantes, como Andrés Manuel López Obrador y Nayib Bukele, serían buenos ejemplos de altos índices de popularidad, combinados con un discurso antieuropeo. Pero la correlación entre ambas variables, discurso y popularidad, por lo visto, no funciona de la misma manera en casos en los que la retórica es más encendidamente antieuropea, como los de Nicolás Maduro o Daniel Ortega, cuyos niveles de desaprobación están por los cielos.
En la posición inversa, presidentes como Gabriel Boric, Alberto Fernández y Gustavo Petro, que se han distinguido por una política exterior más pragmática, que mantiene en buenos términos las relaciones con Europa y Estados Unidos, también enfrentan momentos de mucha impopularidad. De manera que el antieuropeísmo no parece ser decisivo para el respaldo doméstico. Más bien, parecería ser un guiño geopolítico rivales de Europa como Rusia y, en menor medida, China.
Maduro y Ortega no están hoy en Bruselas. No porque no quieran, sino porque de asistir tendrían que enfrentar críticas públicas que no están dispuestos a asumir. Sí está, en cambio, Miguel Díaz-Canel, en nombre de los ausentes, pero bajo su condición de víctima de Estados Unidos. Es casi seguro que en Bruselas se cuestione el embargo comercial de Washington contra la isla. Menos lo es que también se cuestione que más de mil cubanos estén presos por salir a protestar pacíficamente en el verano de 2021.
Una vez más, las mayores dificultades para consensuar una declaración final entre líderes europeos y latinoamericanos provienen de la incapacidad de reconocer, paralelamente, el injerencismo de Estados Unidos y el autoritarismo de los propios gobiernos que explotan su condición de víctimas del imperio. El problema verdadero no es uno, sino dos: la correlación de la hegemonía hemisférica de Washington y el afianzamiento de esos pocos regímenes que no están dispuestos a acatar las normas de la democracia constitucional en América Latina y el Caribe.