No cabe duda de que el lenguaje de los derechos humanos se ha incorporado en la jerga cotidiana de los ciudadanos de México y del mundo. Cada día más, las personas nos reconocemos como titulares de derechos y, con base en ello, pedimos ser tratados con respeto, con igualdad, con equidad.
Sin embargo, la potencia del lenguaje de los derechos humanos y —por ende— a la no discriminación como “derecho bisagra” lo han vaciado de contenido, pervirtiendo su uso, amagando con convertir a los villanos en víctimas. Era previsible; en la Ética a Nicómaco, Aristóteles insistió en la importancia de la formación virtuosa de los ciudadanos pues el mejor remedio es —al mismo tiempo— medicina o veneno: todo depende del uso que le demos.
Y esto es, precisamente, lo que desde hace tiempo ha ocurrido con la idea de discriminación; hoy, si no te invitan a una fiesta: te están discriminando; si no se sientan a comer contigo: te están discriminando; si te no te admiten en un programa académico: te están discriminando; si eres señalado como un grupo privilegiado: te están discriminando.
La sobrepoblación de seudo derechos humanos ha entorpecido, aún más, el discurso público. He escuchado absurdos tales como “el derecho humano al estacionamiento” o “el derecho humano a copiar”, entre otros… una pléyade de sinsentidos que ofenden a la racionalidad mínima y que suelen ser la máscara tras la que se esconden bajezas y tropelías.
Estas afirmaciones son una suerte de “delirium tremens” —por la confusión, alucinaciones y condición febril que los rodea— que sería irrelevante si no fuera porque resuena en los medios de comunicación, mermando la calidad del debate público.
Así, el valor de cambio de la retórica de las víctimas falsas continúa al alza, en detrimento de los derechos de las víctimas reales. Mientras, las coordenadas de razonabilidad y racionalidad se ven desplazadas por las del ruido y el oportunismo. Y no creo que eso construya una sociedad mejor ordenada ni cree mejores condiciones de justicia para nadie.
En sentido estricto, para que ocurra en un acto de discriminación es necesario que se vulnere el acceso o ejercicio de un derecho humano motivado por el uso de alguna “categoría sospechosa”; es decir, pertenecer a un grupo históricamente excluido en el estado del que se trate.
Así, la discriminación responde a condiciones culturales y contextuales; por ejemplo, el malinchismo mexicano agrava las condiciones de las personas indígenas y vuelve privilegiados a extranjeros —blancos, educados, por ejemplo—.
En resumen. Ni todo conflicto o descalificación es discriminación, ni todo capricho o deseo es un derecho humano. Tampoco se pueden ir creando falsas colisiones entre derechos humanos para justificar los prejuicios socialmente arraigados. Y, finalmente, no puede haber discriminación por una condición privilegiada.