Se le dice pusilánime a alguien que muestra poco ánimo y falta de valor para emprender acciones, enfrentarse a peligros o dificultades o soportar desgracias. De latín pusillanimis, formado a partir de pusilus (pequeño) y anima (aire, aliento, alma). De alma pequeña.
Duele mucho darse cuenta a posteriori de que alguien abusó de nosotros, nos invadió, nos explotó, arrasó con nosotros y fuimos incapaces de defendernos. No pudimos hablar a tiempo, confrontar, reclamar, rechazar el acoso o el abuso y después llega la tortura al pensar en lo que debimos haber dicho o hecho, pero no tuvimos el valor para hacerlo.
Tal vez somos pusilánimes cuando damos explicaciones a quien no se las merece, en un acto compulsivo que nos obliga desde un lugar inconsciente a ser buenitos, amables, considerados, empáticos, comprensivos. Que nadie vaya a pensar que somos malos, groseros, tajantes o egoístas. Actuar de buenos, sobre todo con personas irrelevantes, es un síntoma. Aceptar el maltrato es como aceptarse culpable sin saber de qué. Nadie puede rescatarnos del rasgo del carácter que nos lleva a evitar los conflictos. Este patrón de evitación se aprende de los padres y a veces es reactivo a los padres. Haber tenido a un padre que evadía los problemas hasta que estallaban quizá fue un modelo aprendido. O todo lo contrario: evitar confrontar porque se tuvieron figuras primarias violentas y no queremos repetirlo. Darnos cuenta de que no nos defendimos provoca culpa y rabia. Si no pudimos alzar la voz, nos merecemos lo que nos pasa. Aunque a veces pensamos ser fuertes y valientes, nos descubrimos incapaces de dar la cara. Puede ser que porque nadie nos defendió cuando lo necesitábamos. O porque nos sobreprotegieron y no sabemos qué hacer cuando alguien nos trata mal. La patología siempre está en los extremos.
Como esa amiga de casi 40 años que es incapaz de enfrentar a su madre y decirle que está harta de que intente controlarla como si tuviera 12. Aunque es una adulta, acepta ser incapaz de decirle a su madre las cosas que le molestan. Prefiere ausentarse, esconderse, dejar de contestar los mensajes, para luego pedir disculpas e inventarse un pretexto, como si tuviera 12 años; o ese primo que le hace favores a todo el mundo, para que digan que es muy generoso, aunque él en lugar de sentirse bien, se siente utilizado; o esas parejas que insisten en que el otro no se presta para hablar de ciertas cosas y que prefieren el silencio y la simulación a enfrentar algunas verdades. Podemos llegar a ser pusilánimes aunque a veces tengamos destellos de valentía y arrojo. Porque da miedo equivocarse o recibir una reacción violenta, porque preferimos mantenernos al margen en los debates y así no buscarnos problemas. Aunque cuando alguien nos atropella, entristecemos y nos gustaría ser distintos y podernos defender.
Tal vez ser así ha servido de defensa, pero evitar el conflicto o no defenderse, sistemáticamente, nos vuelve cobardes, temerosos de tomar postura mientras la vida se nos va.
Esta columna regresará el viernes 1 de septiembre
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