El bardo y la superficie del agua

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. larazondemexico

El próximo 30 de agosto se van a cumplir diez años de la muerte del gran poeta irlandés Seamus Heaney. “Gran poeta irlandés” es una tautología, por supuesto, pues en esa patria se escribe constantemente una tragedia ctónica, política y espiritual, y muchos de sus hijos son, de alguna manera, grandes poetas irlandeses, tienen el gen del mito y la visión y podemos llamarlos bardos sin que nos tiemble la voz. Heaney fue un bardo extraordinario, un hombre sencillo y complejo a la vez en su artesanía verbal, un niño siempre y un sabio insospechado.

Hace veinticuatro años tuve el privilegio de entrevistarlo junto con David Huerta (otro bardo extraordinario también ido) y Luigi Amara para la revista Letras Libres. Una de las preguntas que le hice era, para mí, muy rara, pero su respuesta no sólo fue claridosa, sino que en ella está contenida un arte poética y una muy bella definición de la poesía. Le pregunté al poeta sobre la superficie del agua.

Lo hice porque en sus poemas aparece constantemente la imagen de la superficie del agua siendo turbada, ya sea por una piedra, un tren, un sedal de pesca… Le pedí que me explicara esa recurrencia. Heaney me dijo que esa imagen le hacía pensar en la manera en que la poesía lírica (“tal vez todo arte”, acotó) registra el efecto de lo histórico. “El tren pasa con estruendo, como la guerra. No es necesario que el poema documente esa guerra, pero registra las vibraciones de un estado consciente”. Añadió que, cualquiera que sea la extensión de la onda más dilatada, uno está siempre en contacto con la primera onda interior. Y terminó su respuesta así: “Lo que también me gusta de las ondas concéntricas es que, al mirarlas, uno no está seguro de si se mueven del centro hacia la circunferencia o de ésta hacia el centro. La poesía tiene que ver con eso.” Sigo mareado con esa respuesta, pienso en los “gyres” de Yeats y en que, en efecto, la poesía puede ser una pequeña superficie de agua que registra, en su temblor, el galope del tiempo, la gravitación de la Historia.

Heaney contó en su discurso de recepción del Premio Nobel que, de niño, con su numerosa familia en Derry se hacinaban en una granja y llevaban una existencia “ahistórica, presexual, suspendida entre lo arcaico y lo moderno”. Bebían de una cubeta de agua, y cada vez que pasaba un tren “la superficie del agua formaba ondas delicadas, concéntricas y silenciosas”. El enjambre de niños semisalvajes rodeando la cubeta para ver las ondas en la cubeta, conectados sin saberlo, pero intuyéndolo, con la onda primigenia, es una imagen de una elocuencia y una belleza irreprochables.

Al final del cuarto soneto de la serie “Sonetos de Glanmore”, el poeta escribió (en la traducción de Francisco Serrano):

Leves ondas agitan el agua que bebemos

(como en mi corazón ahora se estremecen)

y se diluyen donde iban a comenzar.

El poeta pega la oreja, eso es lo que hace, y capta los más leves estremecimientos. Así lo dijo el bardo: “Agradezco a la poesía por ser ella misma y por ser una ayuda, por hacer posible el fluido restaurador que relaciona el centro de la mente con su circunferencia”. Amén.

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