Hundir las manos en la tierra

LA UTORA

Julia Santibáñez*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. larazondemexico

Somos de la tierra. Aunque entre cemento, plástico, cables de luz lo olvidamos, el andamiaje óseo lo sabe. El andamiaje óseo y las floraciones que de cuando en cuando nos enhebran. Nos dan raíz.

Estoy tensa, con exceso de trabajo. Mi hija también, pero propone que tomemos un rato para podar plantas y árboles que cultivamos en casa. Acepto, tentada a decir “no puedo”. Media hora más tarde pienso, al lavarnos las manos para volver al trajín: en la garganta honda del lodo, el inconsciente percibe ecos de un pasado donde fluíamos con ese ritmo lento. Improductivo. Con millones de años a cuestas, la mente registra que mantenernos lejos de la fuente original de belleza es una agresión a nuestra esencia. Volver a lo vegetal significa arraigarnos en la primera casa de la especie.

“Me llamo barro aunque Miguel me llame”, escribió el poeta Hernández.

El contacto con el mundo verde esconde un bienestar espontáneo, que deja de lado lo cuantificable. La feminista Silvia Federici apunta que la violencia del capitalismo nos ajena de la naturaleza y ha empobrecido “nuestra necesidad de sol, viento y cielo, la necesidad de tocar, oler, dormir, hacer el amor y estar al aire libre”. Satisfacer esas urgencias humanas repara cojeras emocionales, además de poner un límite a la imparable demanda laboral. Cerca de la naturaleza ejercemos una resistencia sensible, reforzamos una autonomía que la productividad busca destruir.

Tierra. Interminablemente tierra.

Hoy se da preponderancia a la razón y se despoja a la materia de sentido, por creerla inerte. Christian de Quincey, filósofo, señala en Naturaleza esencial que, a contracorriente del cartesianismo, según el cual únicamente los seres humanos sienten y tienen consciencia, tanto la tradición órfica que pasa por Giordano Bruno como el pampsiquismo y la filosofía de la mente subrayan que Natura posee significado intrínseco. “Siente y se mueve” a sí misma. Lo intuicionamos. Por eso el agasajo de observar el movimiento de una flor, oírla crecer. Gaston Bachelard se pregunta: “¿Cómo puede el escepticismo de los ojos tener tantos profetas cuando el mundo es tan hermoso, tan profundamente hermoso, tan hermoso en sus profundidades y en sus materias? ¿Cómo no ver que la naturaleza tiene el sentido de una profundidad?”. Algo por dentro comprende que la tierra es madre y muerte a la vez. Le pertenecemos, quizá por eso abona tanto al acomodo del alma. “Me llamo barro aunque Miguel me llame”.

Otra poeta, Gabriela Mistral, dijo: “Mejor se ponen mis humores si afirmo mis ojos viejos en una masa de árboles. […] Salí de un laberinto de cerros y algo de ese nudo sin desatadura posible queda en lo que hago, sea verso o sea prosa”. Aunque no hayamos crecido entre montes ni arado, en la tierra está un hábito humano impostergable. Hundir las manos en ella, tibia, es vincularnos con su potencia primigenia.

Somos barro, sin importar el nombre.

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