Cuerpos insepultos

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

No recuerdo cuál era el tema específico de la reunión académica —aquello debió haber sucedido hace más de treinta años—, pero lo que nunca he olvidado fue lo que dijo y cómo lo dijo don Antonio Gómez Robledo.

Se discutía acerca de si había o no derechos y obligaciones universales. Alguien sugirió que no los había. Entonces, don Antonio, que hasta entonces había permanecido en silencio, levantó la voz, y dijo, como quien reprende a un grupo de niños malcriados: “¡Por supuesto que los hay, no se puede aceptar que un cadáver quede sin sepultura para que sea devorado por las bestias!”.

Los presentes nos quedamos pasmados. El derecho de un cadáver para ser enterrado o, para ponerlo de otra manera, la obligación de sus congéneres para sepultarlo era un ejemplo que jamás nos hubiera pasado por la cabeza. Pero lo que también nos dejó asombrados fue la pasión con la que habló don Antonio, como si él hubiera estado en una situación semejante, en la que hubiera contemplado un cadáver sobre un campo de batalla y hubiera sentido el deber de darle cristiana sepultura. A todos nos resultó evidente que don Antonio no sólo hablaba desde la cabeza, sino desde el corazón.

En aquel entonces yo no sabía que en su juventud don Antonio había estado a punto de ser fusilado por las tropas federales por haber sido acusado de formar parte de la rebelión cristera. Quizá él presenció algo en aquellos años que le inculcó la convicción de que no se debe aceptar que los cadáveres queden sin sepultura. O quizá en su largo itinerario diplomático por diversas embajadas y organismos internacionales, don Antonio conoció de cerca algunos de los crímenes de guerra que asolaron el fatídico siglo XX. No lo sé. Lo que sí me quedó claro es que para don Antonio no sólo los cuerpos de los seres humanos vivos sino también los de los seres muertos tienen derechos irrevocables.

Con el paso de los años, he pensado que quizá lo que tenía en mente don Antonio en aquella ocasión no fue un suceso de su pasado personal, sino un pasaje literario que se había incrustado en lo más hondo de su ser. Para don Antonio la antigüedad clásica estaba viva; es más, podría decirse que él habitaba dentro de ella de una manera que no se puede entender si no se conoció el aliento de su erudición. Pues bien, quizá esa mañana don Antonio recordó uno de los pasajes más conmovedores de la Ilíada, cuando Príamo, el rey troyano, le ruega a Aquiles que le entregue el cadáver de su hijo Héctor para que pudiera darle los funerales que se merecía. Ahora, cada vez que recuerdo aquel momento tan emotivo de la historia de la guerra de Troya, no puedo dejar de pensar en don Antonio Gómez Robledo.

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