Tanto las personas, como las ciudades y los ecosistemas poseen grados de “resiliencia”, es decir, mayor o menor capacidad de encajar golpes sin perder su estructura.
Quizá los seres humanos podamos desarrollar una resiliencia superior a la de organismos y ecosistemas, pues desde niños nos dijeron que somos “animales racionales”. Emilio Santiago Muiño ha publicado recientemente un libro crítico de los ecologistas partidarios de teorías del colapso, los ambientalistas catastrofistas o colapsistas. Éstos ven a la sociedad humana como un ecosistema fallido frente a la crisis ambiental. Pero Santiago asegura que la sociedad no se parece a un ecosistema. Veamos la resiliencia que mostró la humanidad frente al shock de la pandemia, invitan él y otros críticos de los discursos catastrofistas. La humanidad diseñó vacunas, impuso confinamientos, adaptó hospitales, subsidió empresas. Gracias a todo ello, ya volvimos a los negocios de costumbre.
En México nos preguntamos hoy cómo responder al shock del huracán Otis en Acapulco. El Presidente López Obrador presentó ayer el plan de reconstrucción: subsidios, seguridad, exenciones fiscales, becas. Aunque el colapso del puerto, entendido como el fracaso de nuestra resiliencia y la instalación del caos, no esté descartado, sin duda podemos evitarlo. El que todavía haya miles de personas pasando hambre y sed será el primer reto a resolver. Luego armar la economía de transición que deberá fundarse en la industria de la construcción, con los empleos que ésta genere. Pero lo tercero, el largo plazo, también debe imaginarse desde ahora. Concursarse desde ahora.
Debemos cantarles a los agoreros del Apocalipsis la tonada de las feministas chilenas: “¡El colapsista eres tú!”. Reclamárselo a quienes invitaron a no donar “para que no se lo roben los políticos” y a quienes le robaron víveres a ancianas y niños. Taararearlo a quienes exijan una reconstrucción del puerto idéntica al pasado, sin detenerse a considerar técnicas de adaptación a la crisis ambiental: zonas de amortiguamiento, diseño arquitectónico acorde a la nueva realidad climática, etcétera.
Acapulco no ha perdido el componente más destacado de su plusvalía: la cercanía con la gigantesca y poderosa zona metropolitanta del Valle de México. Los de la capital y alrededores somos privilegiados (clima templado, corrillos políticos híper poderosos, bolsa de valores y un largo etcétera), pero no tenemos el mar. Las paradisíacas playas de Acapulco seguirán siendo nuestra primera ventana al océano.
A partir de ese hecho indudable, sabemos que por grande que sea la destrucción e incluso el desorden posterior, Acapulco no morirá. Pero no todos los visitantes tendrán forzosamente ganas de regresar al mismo puerto. Habrá que ofrecerles muchas opciones: lo último de la arquitectura antidesastres, del urbanismo ambientalista, del ecoturismo de memoria (reflexión sobre Otis y el futuro de las ciudades costeras), del turismo “de favelas” que funciona en Río de Janeiro (visitar auténticas comunidades populares ya conectadas con transporte digno al resto de la ciudad) y, desde luego, del turismo de fiesteros y enamorados, seducidos de nuevo.