A pesar de la lejanía geográfica, España y Argentina son dos países que, por los profundos lazos con México, despiertan un gran interés para nuestro país.
Recientemente, a raíz de los respectivos procesos electorales, hay ya definición sobre los gobiernos al frente de ambos países. En ambos casos, el denominador común es la profunda polarización social y desencanto con la conclusión del proceso. Empecemos con el Reino de España y su sistema parlamentario. En las últimas elecciones generales, ninguna de las fuerzas políticas alcanzó por sí misma la mayoría para poder formar gobierno. Lo peculiar del asunto, es que quien ganó las elecciones, quien alcanzó el mayor número de votos, fue el candidato del Partido Popular. Dentro de la constitución española y del sistema parlamentario, es perfectamente posible —como terminó ocurriendo— que un candidato perdedor, en minoría, pueda realizar las alianzas políticas que le permitan formar gobierno. De entrada, llama poderosamente la atención que quien fue el candidato más votado en las elecciones de julio, Alberto Fernández Feijóo, no haya sido investido presidente del gobierno español. Pero lo que resulta aún más desconcertante y que está en el centro del debate y de la polarización, es el hecho de que el camaleónico Pedro Sánchez, líder del PSOE, haya decidido optar por una alianza muy tóxica con tal de conseguir los suficientes apoyos en el Congreso para conseguir la investidura.
La crítica es generalizada: tener que pactar a un altísimo costo con aquéllos que cometieron sedición, un crimen contra la Constitución y el Estado español en el pasado reciente, con tal de poder formar una vez más gobierno. Se trata de una coalición débil, que patina en hielo y donde un socio menor, tiene un increíble poder de chantaje y que se le ha concedido en la negociación lo indeseable. En este contexto, es mucho más que un sainete el episodio de la fundada crítica que el diario El País le dedica al creciente talante autoritario —indeseable en una democracia— y al cuestionable pragmatismo político, ante las ambiciones de Pedro Sánchez por mantenerse en el poder. A un costo elevadísimo para la democracia española.
En el sur del continente americano, Argentina por fin concluyó el largo ciclo electoral que arrancó con las elecciones primarias en agosto. En una amarga contienda, en la que se enfrentaron en la segunda vuelta presidencial dos populismos indeseables, Javier Milei le ganó con contundencia al candidato del peronismo kirchnerista Sergio Massa.
Ante el caos imperante que dejan los Fernández (Alberto, presidente y Cristina, vicepresidenta), resultó que la sociedad argentina en esta ocasión no fue tan permisiva como suele hacerlo con el peronismo, y la mayoría decidió por un cambio abrupto y un salto al vacío. Al final del día, resultó que se impuso cierta racionalidad electoral que hacía impensable que el responsable de la economía del país –que apenas en 16 meses de gestión como ministro había logrado el peor desempeño en la materia desde el retorno a la democracia en el país hace cuatro décadas– pudiera triunfar como el candidato del régimen. Así pues, el ministro candidato peronista resultó contundentemente derrotado en el balotaje. Y si bien reconoció el resultado, el haberse separado del Ministerio de Economía ni bien se conoció el resultado electoral, señala la profunda irresponsabilidad y el talante autoritario por no asumir el papel que le corresponde, durante la transición de gobierno. En resumen, un duro golpe a la democracia argentina.