Los hijos nos ponen en situación de tener que ser claros en la oscuridad. Ahí donde no sabemos, no tenemos ni idea, no solo como padres sino como seres humanos, a esos puntos oscuros somos convocados. Una vez allí, desorientados, nos toca timonear el barco. No por azar ni por mala suerte, sino porque tener hijos implica ocupar el lugar del capitán de navío.
“Yo manejo un camión con acoplado”, me decía hace un tiempo una madre separada y divorciada, que criaba sola a sus tres hijos, preocupada por las consecuencias en su familia de una serie de decisiones personales importantes que ella debía considerar. Es cierto, cuanto más grande es la estructura familiar que administramos, más se aplica de un modo inexplicable ese “efecto mariposa” por el cual la intervención, sobre una determinada variable aquí, puede tener un efecto inesperado allá.
Inadvertidos sobre muchos factores que dependen de nosotros, sin embargo podemos observar también que hay algo respecto de lo cual no estamos inadvertidos: de que la mayoría de las cosas o bien no las sabemos, o bien, justamente, son inadvertidas para nosotros. Es decir: estamos advertidos de que estamos inadvertidos. Puede parecer un simple juego de palabras pero no lo es.
Quien no se anoticie de esto corre el riesgo de ser un infatuado, un farabute, un un figurón, un monigote: la caricatura de lo que podría llegar a ser un padre. Habitualmente, estas figuras viciadas suelen caer en el autoritarismo y en el “padre niño” o “padre eterno adolescente” amigo o compañero de su hijo, figuras típicas del corrimiento del lugar del padre y de la estafa que dicho desplazamiento implica: ellos les hacen pito catalán a sus hijos, a quienes -finalmente- desamparan.
Ser claros aun en la oscuridad implica cierto saber hacer, determinado modo de proceder que incluye la advertencia sobre la propia ignorancia y a la ignorancia misma, en una acción que no se paralice, pero que tampoco pretenda ser la verdad revelada. Alguien que puede tolerar obrar medio a tientas, sin saber, pero sabiendo que en esa penumbra, los hijos continúan necesitando nuestra tutoría porque -si todo funciona más o menos bien y no hemos hecho nada brutal para que nos desestimen- ellos nos convocan al lugar de referente.
En los albores de la paternidad-maternidad, los padres y las madres más bien no sabemos qué ni cómo hacer respecto de nuestros nuevos roles en la familia. Luego, como dice el refrán español, con la marcha los melones se acomodan en el carro; más o menos bien o más o menos mal, según el caso. Pero hay un momento especialmente difícil que requiere de los padres una firmeza de carácter y una claridad de pensamiento que de seguro no tenemos: me refiero a la adolescencia.
Durante la adolescencia, ya sea de un modo evidente o solapado, los hijos van a practicar una nueva afición: escanear los pliegues y los repliegues, las fisuras, las inconsistencias de la posición y del discurso de los padres, para ejercer una refutación asidua y sistemática sobre ellos. Los hijos adolescentes se organizan a partir de la actividad central y sostenida de esmerilar la autoridad de los padres.
Hay algo que los caracteriza: su capacidad para enunciar con autosuficiencia los supuestos, los argumentos y las propuestas más complejas de la vida. Además, suelen estar seguros de sus propias teorías acerca de cómo sería mucho mejor vivir. Mucho mejor, por supuesto, en comparación con lo que proponemos nosotros como padres. Ellos parecen siempre “estar de vuelta”, como si juzgaran vergonzantes nuestras previsiones y reparos, por demasiado conservadores y timoratos.
Muchas veces su posición puede ser enojosa para los adultos. Creen que se las saben todas suele ser, entre otras, la protesta de nosotros, los padres. Y en realidad, como podemos entender con solo recordar cómo éramos nosotros mismos, con un poco de empatía respecto de esta etapa tan difícil de la vida, en parte, lo que ellos hacen no es otra cosa que ensayar, probarse el traje de adultos y comenzar a quitarse el de niños. Ese ensayo, necesariamente, se plantea en contra de algo que ellos conocen muy bien, a pie juntillas, porque les hemos machacado durante años para que se aprendan la lección: nuestras ideas, nuestros valores, nuestro estilo de vida.
El desafío adolescente
“Todo el mundo fuma, mis compañeros fuman. Vos mismo fumabas hasta hace un par de años. ¿Qué diferencia hay entre el tabaco y la marihuana? ¿Qué te puede molestar si yo me fumo un porro, si no molesto a nadie, y no obligo a nadie a que lo haga, y en todo caso si hace mal, me hago mal solamente a mí mismo?”. Este, palabras más palabras menos, era el planteo que un hijo adolescente le hacía a su padre en una sobremesa familiar.
Otro le decía a la madre: “¿Siempre hay que lavar los platos después de comer? ¿Qué te molesta si los lavo más tarde o mañana?”. La madre, muy culta e intelectual, de un modo muy gracioso, se había enmarañado en la explicación de La metafísica de las costumbres, de Kant, para explicarle a su hijo de 17 años la lógica del imperativo categórico y que, según ese enfoque, si todos los integrantes de la familia hicieran lo mismo que él, la cocina sería un basural.
Esa explicación no solo no le interesó al joven sino que los platos permanecían sucios toda la noche. Fue más efectiva, finalmente, una intervención con mucho menos vuelo teórico y más enfocada en lo concreto: “Si no lavas tus platos inmediatamente después de cenar, te saco la computadora hasta que cambies de actitud”. Claro, era una familia de clase media acomodada, en la que cada uno de los hijos tenía su ordenador personal. Pese a reconocer que la eficacia de esta última medida era muchísimo mejor que la explicación filosófica, esta madre no dejaba de sentir que era un tanto embrutecedora -para ella y para sus hijos- la intimación confiscatoria. Sin embargo, su eficacia estaba bien fundada, justo en el lugar al que los adolescentes apuntan cuando entablan sus desafíos a la autoridad -modestos, como el de los platos sucios; más densos, como el del porro; o mucho peores-: se trata del ejercicio del poder.
Como se trata de una cuestión de poder, conviene recordar que los padres son los que ejercen el poder en la casa. Si esto no funciona de este modo, algo anda mal y las consecuencias, antes que al efecto mariposa -raro, distante y difícilmente entendible- son comparables a la deducción causal directa, del tipo si p entonces q.
La sociedad de los poetas muertos
Para ilustrar el párrafo anterior, me gustaría comentar una película que seguramente conocen. Me refiero a La sociedad de los poetas muertos (1989). Me interesan, en particular, tres personajes: el profesor, encarnado por Robin Williams, el jovencito enamorado de la actuación que termina mal, y su padre.
Recordarán que la acción transcurría en un tradicional colegio inglés, al que llegaba un nuevo profesor de literatura con aires libertarios, muy estimulante para el pensamiento de los alumnos y “revolucionario” en el contexto rígido y conservador de la institución. Este profesor, con métodos poco ortodoxos, logra interesar a los jóvenes en la lectura de los clásicos de la poesía. Los estudiantes, bajo el lema carpe diem, tomado del célebre poema de Horacio, legado como consigna por el profesor revolucionario, fundan un grupo de lectura que funciona en una especie de catacumba que se encuentra en el mismo predio del colegio, alejado del edificio principal. La inspiración para dicha fundación la encuentran en el pasado del profesor líder, que descubren en un viejo anuario del mismo colegio del cual él había egresado.
“La sociedad de los poetas muertos” era el nombre de aquella cofradía poética que los jóvenes ahora reeditaban. Allí, en la cueva, se reúnen secretamente por las noches a fumar, beber y leer poesía, apasionados por la intensidad de las letras, la juventud y la vida promisoria, toda por venir.
Bajo los efluvios del entusiasmo generado por la nueva sociedad, uno de los jóvenes, que siempre vio sofocada su vocación por el teatro bajo la opresión de su padre autoritario que tenía en mente otro destino para él, consigue, a espaldas de éste, el papel protagónico en una puesta de Sueño de una noche de verano, de Shakespeare.
El joven no se atreve a contarle la novedad a su padre y avanza con los ensayos hasta la noche del estreno sin que él lo sepa. Esa noche, el padre aparece luego de la función y sin disimular su disgusto, le dice que lo sacará del colegio y lo enviará a una academia militar, que luego estudiará medicina, y que recién después de eso podrá decidir sobre su destino.
La respuesta del joven a semejante opresión es suicidarse con un revólver de su padre. Todavía recuerdo con profunda tristeza la imagen de aquel jovencito ataviado como el personaje de Shakespeare, suicidado bajo su ventana. El pobre joven no pudo encontrar la salida. Víctima, rehén entre dos narcisismos, el de dos padres demasiado… dos padres que eran demasiado, demasiado ellos mismos, sin lugar para escucharlo y para, en definitiva, cuidarlo; el chico resultó la víctima previsible.
El hilo se corta por lo más delgado
“El hilo se corta por lo más delgado”, dice el refrán y en este caso se verifica. Si p entonces q, decía más arriba. A esto me refería: si un padre, el biológico, encarna la figura de un monigote autoritario, un déspota, patética caricatura que dice lo que el hijo tiene que hacer sin siquiera considerar que puede llegar a tener alguna importancia lo que el chico quiere, sus intereses, sus ilusiones, lo deja a merced del desamparo. Por otro lado, si un sustituto momentáneo, un vicario transitorio de la función paterna, como es un profesor idealizado, querido, empuja al mismo jovencito a que realice sus ideales como si no importara nada más, como si no estuvieran en una institución tradicional y conservadora, y como si, además, no existieran los padres que mandan a sus hijos, justamente, a esa institución de la que, además, el propio profesor es un funcionario, el cóctel es explosivo y, en este caso, mortal. Claro, las muertes son siempre de los más jóvenes, de los más débiles.
Creo que este caso es un buen ejemplo que nos enseña por dónde no ir con los hijos. Nadie podría dudar del amor ni de las buenas intenciones del padre biológico y del profesor respecto del jovencito talentoso e idealista. Seguramente, ambos personajes, cada uno a su modo, querían lo mejor para el chico. Sin embargo, uno encarnó la ley como si fuera una especie de rey autoritario y déspota, sin miramientos por el adolescente; otro, encarnó la figura de un padre bueno, un eterno adolescente, compañero y facilitador de los placeres de la vida (insertado en el seno de una institución rígida y tradicionalista, de la que incluso el mismo profesor formaba parte).
Al quedar vacante el lugar de un padre comprometido, empático y atento respecto de las variables en juego, cae por la ventana el cadáver suicidado del jovencito. La bala asesina del revólver paterno da cuenta del poder en juego. Se trata de una cuestión de poder, eso les decía. El poder está. Si no lo ejercen los padres, el poder, de todos modos, se ejecuta sin dirección, sin mano que lo domine, sin función que lo organice, es decir, sin autoridad. Por eso es que la autoridad la deben ejercer los padres: para que nuestros hijos adolescentes no se nos mueran debido a nuestra estupidez.
Estúpidos podemos ser todos, pero cuando somos padres de hijos adolescentes, tenemos la obligación de parecer lúcidos al menos ante ellos y de obrar como tales, aunque después tengamos que consultar, averiguar, preguntar, estudiar y aprender para tratar de entender qué es lo que estamos haciendo. Consultar con un profesional puede ayudar, por supuesto.
A esto le llamo ser claros en la oscuridad.
* Martín Alomo es Psicoanalista. Doctor en Psicología. Magíster en Psicoanálisis. Especialista en Psicología Clínica. Docente del Doctorado en Psicología y de la Maestría en Psicoanálisis (UBA). Codirector de la Maestría en Psicopatología (UCES). Entre otros libros, ha publicado Vivir mejor. Un desafío cotidiano (Paidós 2021); La función social de la esquizofrenia. Una perspectiva psicoanalítica (Eudeba 2020); Clínica de la elección en psicoanálisis. Vol. I y II (Letra Viva 2013).