En las últimas semanas ocurrió el fallecimiento de dos personas centrales en la vida pública de Estados Unidos y, por la trascendencia de su legado, del mundo entero.
Se trata de Henry Kissinger, quien murió a los 100 años el 29 de noviembre, y Sandra Day O’Connor, de 93 años, fallecida el 1º de diciembre. Sandra Day O’Connor fue nada menos que la primera mujer que formó parte de la Suprema Corte de Justicia de EU. Nominada por Ronald Reagan en 1981, su ingreso a la Corte fue histórico por romper esa barrera de género. En esa lógica que históricamente ha dividido a los jueces del máximo tribunal en EU entre conservadores y liberares, si bien O’Connor provenía del bando conservador, no tuvo reparo alguno en votar sentencias progresistas que fueron fundamentales para el avance de los derechos de las personas homosexuales, así como acciones afirmativas y a favor del derecho de las mujeres a decidir en cuanto al aborto.
No sin razón, por su bien ganada moderación, era vox populi que O’Connor era “la mujer más poderosa de Estados Unidos”, ya que en una composición de cuatro votos cantados por bando entre liberales y conservadores, el suyo era el determinante en el fiel de la balanza. Tal vez su figura no sea tan descollante como la avasalladora Ruth Bader Ginsburg, pero, sin duda, su legado de 25 años fue igualmente crucial para el avance de la jurisprudencia estadounidense en un periodo histórico.
La otra muerte reciente, reportada en todo medio global, fue la de Henry Kissinger. Inmigrante judío alemán, brillante politólogo de Harvard, oficial del ejército estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial, consejero en Seguridad Nacional (1969-75) y, finalmente, secretario de Estado con los presidentes Nixon y Ford (1973-77). Deja una huella indeleble como un gran estratega geopolítico, especialmente por su influencia en los derroteros que tomó la Guerra Fría. Controversial, polémico, admirado por muchos, por su liderazgo diplomático y la influencia global que ejerció hasta el último momento de su vida, es igualmente señalado por furibundos detractores.
A Kissinger se le responsabiliza, hasta cierto punto, de propiciar golpes de Estado que dieron lugar a sangrientas dictaduras latinoamericanas (de forma más comprometida, la chilena), así como las masacres ocurridas en Paquistán Oriental (hoy Bangladesh) y en Camboya. En contraparte, por los acuerdos para terminar con la Guerra de Vietnam, se le otorgó el Premio Nobel de la Paz —una de las entregas más polémicas—, junto al diplomático norvietnamita Le Duc Tho, quien no lo aceptó.
Lo que no puede quedar sujeto a regateo es la eficacia en su actuar. Orientado más por el pragmatismo que por orientaciones ideológicas, entre los contundentes resultados que obtuvo en su longeva labor diplomática, se cuentan la normalización de las relaciones entre China y EU —incluyendo la histórica visita de Nixon a China—, su contribución al término de la Guerra de Yom Kipur en 1973 y, gracias a su diplomacia itinerante, la disminución de la influencia soviética en el escenario geopolítico, algo nada menor, especialmente por el papel marginal que tuvo en Medio Oriente durante 4 décadas (hasta que Putin intervino en Siria), colaborando enormemente para que, al término de la Guerra Fría, EU emergiera como potencia hegemónica. Nada menos que eso.