En enero de 2011, en esta misma columna, escribí sobre el atentado que había sufrido la congresista demócrata Gabrielle Giffords durante un acto público, fuera de un supermercado en Tucson, por un ultraderechista cuyo nombre me negué a escribir entonces y tampoco lo haré ahora.
Como resultado, seis personas fallecieron y 13 fueron heridas. El evento fue un eslabón más de la cultura de odio e intolerancia que, desde entonces, ha azotado a Estados Unidos y que ha ido en aumento.
Giffords es una política de perfil interesante: judía con una clara tendencia liberal, defensora de la reforma migratoria, de la renovación de la política de salud, del aborto. Una voz crítica de las políticas intolerantes y xenofóbicas propias de una sociedad cerrada, tal como la entendía el filósofo Karl Popper.
Además, cuenta con una alta preparación académica: exbecaria de la fundación Fulbright y de la escuela de Gobierno de Harvard. Tiene una especialidad en Historia Latinoamericana y otra sobre las relaciones México-Estados Unidos. Su esposo es astronauta.
El ataque que padeció Giffords no fue fortuito. La violencia política había aumentado considerablemente durante la campaña de McCaine y los estadounidenses se encontraron en medio de un discurso carente de ideas y plagado de agresiones… era cuestión de tiempo para que la retórica extremista —odio, enojo y resentimiento— aunada a una economía desgastada, desencadenara dicho tiroteo.
Por si todavía alguien duda del peso, importancia y repercusión de las palabras, no hay que olvidar que Sarah Palin había publicado en su Facebook la lista de los congresistas a los que había que atacar por su respaldo a la reforma de salud, y los señaló como “blancos de rifle”. El nombre de Gabrielle Giffords aparecía en la lista.
La vicepresidenta Kamala Harris se reunió hace unos días con Giffords quien 13 años después del atentado continúa su actividad política e insiste en la necesidad de regular el uso de armas. Pero, sobre todo, en la unidad entre los políticos frente a los grupos que incitan a la violencia —terroristas, extremistas, crimen organizado— pues hoy las democracias del mundo están en riesgo. Tiene razón.
Trece años después, la retórica del desprestigio, de la calumnia y de la mentira se han vuelto una moneda de cambio aceptable en todos los ámbitos de la sociedad: los presidentes mienten, los políticos mienten, los funcionarios mienten. Y no pasa nada.
Además, la violencia es un crescendo que ensordece todos los espacios humanos: la convivencia doméstica, laboral, escolar o pública. Y tampoco pasa nada. Hasta que pasa. Porque hace trece años fue Gabrielle Giffords, pero mañana podemos ser cualquiera de nosotros.
Escribo sobre esto, porque los sobrevivientes luchan por su vida, por sus causas y, sin que nos demos cuenta, por las nuestras.