El proyecto presidencial de extinguir algunos órganos constitucionales autónomos ratifica el papel del primer mandatario como movilizador de la opinión pública en vísperas del proceso electoral. No evalúo el contenido de la iniciativa, sino su incorporación en una estrategia de comunicación y movilización que forma parte de un discurso global de Gobierno, una perspectiva histórica de la sociedad mexicana y una teoría del poder que no conocen rival en nuestro entorno.
Igual que otras veces, el Presiadente de la República ya tiene éxito al haber orientado un sector de la opinión pública hacia la legitimidad discutible de la silenciosa y progresiva reforma del Estado que, desde los años 80, las élites tecnocráticas llevaron a cabo pertrechados en los títulos de la racionalidad, y de la cual los órganos autónomos son un capítulo destacadísimo.
Con la colaboración de sus adversarios, AMLO ha construido un marco de discusión popular a propósito del control que la clase política dominante, entre 1982 y 2018, ejerció vía los órganos autónomos, sobre algunos rubros estratégicos del orden social; por ejemplo, la energía o las elecciones. De acuerdo con esta perspectiva, el Presidente se propone elevar a un punto álgido sus tesis sobre un Gobierno y un Estado que no han sido administrados con estricto apego a las formas de la legalidad constitucional, reglamentaria, ni, mucho menos, a la forma científica de los conocimientos relativos a ramos cada vez más especializados de la administración pública. Así, la probidad técnica y la participación democrática (objetivos que explican los orígenes de este tipo de entes públicos) no sólo no habrían sido procurados por los órganos autónomos, sino que habrían sido definitivamente cancelados.
El formalismo abstracto de las normas y la ciencia (hoy promovido por los opositores a la iniciativa presidencial sin una evaluación de consecuencias), que debería sujetar a los comisionados de esos organismos, ha sido desplazado por la materialidad de los intereses constitutivos de redes humanas de privilegio. AMLO ha sido eficaz como pocos en explicar al gran público la índole del ejercicio del poder político como un asunto de sociedades restringidas y compactas, pequeñas masonerías cohesionadas por intereses concretos que se resuelven en algún tipo de utilidad apropiada individualmente. En adelante, el formalismo racional será poco eficaz para la defensa ante la opinión pública de los organismos en cuestión.
Cualquiera que sea la suerte de la iniciativa de desaparición de algunos órganos autónomos (cuyos orígenes, identidad, trayectorias y propósitos distan mucho de ser causa cerrada en el debate universitario sobre la materia), el horno de la opinión pública ya se calienta al fuego de las imputaciones y evidencias de corrupción y conflicto de intereses: un eje del discurso político-pedagógico del lopezobradorismo que, en efecto, ha transformado los equilibrios en la atmósfera de la opinión y la imaginación públicas.
Y lo ha logrado porque asuntos como éste, independientemente de su valor en sí como políticas públicas, se instalan naturalmente en una coherente estructura discursiva levantada paciente y constantemente por el mandatario: contenido de una plataforma programática del ejercicio de Gobierno.