Los convulsos días que atravesamos ponen a prueba los valores y los principios sobre los que construimos, desde la ilustración, la idea de Estado, libertades y derechos.
La erosión democrática puede explicarse por varias vías; sin embargo, la desigualdad y la pobreza han sido los catalizadores tanto de modelos populistas como de autoritarismos religiosos que, con falsas promesas de bienestar, lucran con el resentimiento y la desesperanza de los ciudadanos.
Eso explica, grosso modo, el ascenso de los populismos y de los partidos extremistas que lejos de promover los derechos humanos prefieren los privilegios de sus redes clientelares y de sus familias. Se han vuelto en una suerte de monarquía descastada: sin títulos nobiliarios, ni esfuerzos universitarios, que justifiquen las decisiones ni las posesiones que ostentan. Sólo la efímera cercanía con las cúpulas son la órbita en la que gira su caprichoso y altanero desplante de poder.
Lo hemos visto, recientemente, en Venezuela. Nicolás Maduro —sin un ápice de decoro político— ha expresado que ganará las próximas elecciones “a las buenas o a las malas”. A pesar de la simpatía ciudadana por María Corina Machado, el régimen del iluminado Maduro utilizó chapuzas legales para impedir que la candidata pueda participar en las próximas elecciones. Para decirlo en lenguaje ciudadano: “tú no puedes participar, porque me ganas”.
María Corina no se ha rendido; está dispuesta a dar la batalla no sólo por su candidatura sino por la permanencia del modelo democrático de su país. El esfuerzo no es menor y merece el apoyo de la comunidad internacional no por intereses partidistas sino por la estabilidad de la región.
Lo que ha hecho Maduro desafía al cinismo más burdo y a la desfachatez política más grotesca.
¿En qué universo democrático es posible hacer tantas fechorías con tan poca vergüenza? En el del populista Maduro: ése que saluda con la mano izquierda, pero que cobra y se enriquece con la mano derecha. Hace tiempo que la credibilidad del régimen se deslavó, destiñó, desaliñó por las escandalosas medidas de gobierno, la corrupción y los vínculos con el crimen organizado. Frente a esto, es inevitable preguntarse: ¿preferimos que nos gobiernen bandidos o personas decentes? La respuesta es, en mi opinión, indubitable: personas decentes que respeten la ley, las instituciones y con honorabilidad, pues sólo con ellas se pueden tener certezas y hacer un plan de vida a largo plazo.
No seamos ciudadanos de brazos caídos, incapaces de pelear, de exigir y de luchar. Tampoco nos conformemos con ser mendigos de los gobiernos: no podemos conformarnos con migajas de ciudadanía, ni con sobrantes de libertad.
Y aunque el camino sea arduo, cada milímetro perdido de derechos genera un retroceso infinito de espacios democráticos. Sólo si peleamos por ellos, sobrevivirán nuestras democracias.