Para una ética del agua

TEATRO DE SOMBRAS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

El problema del agua —local, nacional, global— requiere un debate político y, por añadidura, uno legislativo. Hay que tomar medidas serias y hay que tomarlas pronto porque la crisis se nos viene encima.

Entre los criterios que debemos tomar en cuenta para enfrentar el creciente problema del agua no podemos olvidar los principios éticos. No basta con tener un conocimiento científico y técnico de lo que supone y exige la emergencia hídrica, debemos, además, tener mucha claridad acerca de qué es lo moralmente correcto en este caso.

Hay que desarrollar una ética del agua. Esta nueva disciplina está ligada a la ética ecológica, aunque también a otros campos de la ética, como la bioética, la ética social y la ética de la tecnología.

Cada vez que usamos agua debemos hacernos la pregunta de si la manera en la que lo estamos haciendo es moralmente la correcta.

Por ejemplo, ¿es moralmente correcto que alguien desperdicie agua cuando hay personas que no tienen acceso directo a ella?

Asumamos que la persona que tira el agua no comete ningún delito. Sin embargo, diríamos que su acción es moralmente reprobable porque no es solidaria con aquéllos que necesitan el líquido desperdiciado. Quien tiene agua de sobra, por lo mismo, debería cuidarla para no usar más de la que requiere para satisfacer sus necesidades más básicas. Pero podría decirse que eso no basta. De poco ayuda que alguien que tiene una cisterna de miles de litros use una cantidad mínima del líquido si se queda guardado en su aljibe sin que le sea de beneficio a otras personas que la necesitan. Por lo mismo, podría decirse que, aunque el dueño de esa agua no esté obligado legalmente a repartir el agua que no usa, debería compartirla con los demás por un imperativo ético. Una posición más extrema afirmaría que es moralmente incorrecto que el agua sea un bien que pueda ser vendido y comprado, que se le ponga un precio, que se pueda acumular de manera privada. Lo moral, se diría, es que el agua no fuera propiedad de nadie en lo particular, sino que fuera de todos en lo común, como el aire que respiramos y sin el cual no podríamos sobrevivir.

Es probable que algunos que tienen agua de sobra estén dispuestos a no desperdiciarla. Lo que resulta menos probable es que, además, estén dispuestos a compartirla y, mucho menos a renunciar a su propiedad exclusiva. Lo anterior no implica que lo que ellos piensen, aunque sean una mayoría, sea moralmente correcto. La ética del agua nos debe enfrentar a preguntas que no nos habíamos planteado antes y que, sin embargo, son legítimas, que quizá siempre lo fueron pero que sólo ahora, cuando el agua se ha convertido en un bien tan escaso, nos vemos obligados a formular con toda seriedad.

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