Mi columna de hoy dialoga con la anterior. Si antes la precaución era no expulsarlos, ahora es no retenerlos. Lo que está en juego es la dinámica expulsión / retención, clave de la agresión descargada sobre nuestros hijos cuando los consideramos como objetos antes que como sujetos.
Todas las personas merecen la dignidad de sujetos. Esto significa que tienen una determinación singular y derechos personalísimos, además de los derechos humanos que nos atañen a todos por el hecho de existir. Puede que no se nos escape la dimensión de persona independiente que tiene cada uno de nuestros seres queridos. Pero aun así, cuando se trata de los afectos, cuanto más queridos e importantes, más los consideramos poco, bastante o mucho como objetos de nuestra posesión.
¡Necesito un prólogo!
Hace algunos años, una querida colega, profesora de la universidad, me comentaba que en un viaje reciente que había hecho a París, había intentado contactarse con uno de sus escritores favoritos, residente allí. Me comentaba que en su carta de presentación explicaba que ella había leído toda su obra, y que en su último libro -el de ella- lo citaba abundantemente, ya que sus trabajos -los de él- eran una pieza fundamental para sus elaboraciones teóricas.
Sorprendida y disgustada consigo misma por el modo en que se había dirigido al gran escritor, mi colega me contaba que el tono de su carta era de demanda coercitiva. Algo así como si dijera: vea usted, yo me leí todo lo que usted escribió, me compré sus libros, lo cito por todos lados en mis trabajos, vengo hasta acá y me presento… Lo menos que usted debería hacer por mí es recibirme, escucharme, escribirme un prólogo, etc.
Así de ridículo y de absurdo era el carácter de aquella esquela que, hasta donde yo sé, no recibió respuesta. Este ejemplo demuestra muy bien eso que suele pasarnos muchas veces con los escritores y los artistas: los consideramos “nuestros”.
“Gabriel García Márquez es mío”.
Recuerdo hace muchos años, en 1982 para ser más preciso, estábamos viendo un noticiero en la televisión con mis padres -yo en ese entonces era apenas adolescente- y presentaron la noticia, de último momento, de que Gabriel García Márquez había ganado el Premio Nobel de literatura. Para ese entonces, yo había leído Cien años de soledad fanáticamente -no encuentro un término que describa mejor la situación-, al menos tres o cuatro veces. A continuación introduzco una pequeña anécdota personal.
Mi abuela materna, prácticamente una segunda madre para mí, había fallecido hacía relativamente poco tiempo. Yo compartía la habitación con ella, mesa de luz mediante, en camas individuales. Ella era muy lectora, siempre estaba leyendo algún libro nuevo que, como contagiado por su entusiasmo, luego acometía yo. Cuando falleció, en aquella misma habitación, como testimonio de su presencia reciente había quedado un ejemplar de aquella novela sobre la mesa de luz de cedro.
Se trataba de la primera edición, aquella característica, de fondo blanco y letras azules y rojas, de Editorial Sudamericana, que todavía atesoro en mi biblioteca. Creo que además del efecto maravilloso de aquella prosa endemoniada y mágica sobre el lector de apenas trece años, yo buscaba a mi abuela en esas páginas.
Por eso, cuando el conductor del noticiero anunció el Nobel para García Márquez, ¿cómo no iba a sentir yo una oleada de orgullo y de celos? Orgullo, porque yo lo había leído y consideraba que estaba muy bien premiado -los adolescentes pueden ser muy lapidarios con sus sentencias-, y celos, porque era mío, y ahora todos los oportunistas de la lectura iban a decir García Márquez como quien dice Hola, Caras o Gente. Aquel púber no conocía aún la historia del denominado “boom latinoamericano” ni había leído aún a Miguel Ángel Asturias. Más allá de eso, García Márquez era mío.
Si eso puede ocurrir con un autor a quien uno no conoce más que por su obra, imagínense lo que podemos llegar a hacer con nuestros hijos. Ellos son “nuestros”. De hecho escribo nuestros hijos. Porque es cierto, son nuestros hijos en tanto línea de filiación y nombre legal del parentesco. Pero no son nuestros en modo alguno.
Quizás sean menos nuestros que aquel García Márquez del jovencito de trece años, porque al menos éste conocía la obra del autor y García Márquez, después de todo, no era otra cosa que un nombre en la tapa del libro que tanto amaba. Si bien ese señor, que se llamaba de ese modo, no era mío entonces, sin embargo, el autor que yo había leído -entendiendo aquí una operación de lectura como una elaboración de quien la produce- era mío, sin dudas, porque en esas letras estaba yo, mis ilusiones y mis temblores de la pubertad, y mi querida abuela.
Los privilegios que nos da la vida
“Te conozco como si te hubiera parido” solía ser el enunciado irónico de las madres de mi época, que no disimulaba el sentimiento de propiedad que predicaba sobre el hijo. “Cuando vos vas yo ya estoy de vuelta” decía otra sentencia de padres y madres. Seguramente cierto, si de lo que se trataba era de medir con la vara del adulto la experiencia del jovencito.
Sin embargo, ningún dolor de parto, noche de insomnio, disfraz de dama antigua, pelota número 5, muñeca Barbie, pijamadas ni fiestas de cumpleaños ni nada de nada podrían hacer que nuestros hijos sean nuestros. En todo caso, podrán ser tan nuestros como García Márquez o como el escritor francés de mi colega en busca de un prólogo.
No retenerlos quiere decir, entonces, no ceder a la tentación de hacer valer la exclusividad que tuvimos de poder criarlos, de parirlos y de verlos crecer, como si fuera un cheque a nuestro favor que ellos nos deben y que podríamos querer cobrarnos en cualquier momento. En realidad, tuvimos el privilegio de cumplir una función muy cercana, importantísima, es cierto; pero a la hora de reclamar derechos de propiedad, somos tan dueños de ellos como de la Universitas Litterarum.
Afortunadamente, uno tiene algunos privilegios en la vida: leer a grandes autores, ver buenas películas, visitar muestras de arte conmovedoras, escuchar conciertos maravillosos, criar a nuestros hijos. Nada de ello nos concede derechos escriturales sobre la subjetividad de los otros.
No retenerlos significa no esgrimir la titularidad de algo que no nos corresponde, simplemente porque no es nuestro. Un reclamo en tal sentido nos convertiría en farabutes, camanduleros, figurones, prepotentes; es decir: en la caricatura de lo que se supone debería ser una figura paterna.
* Psicoanalista. Doctor en Psicología. Magíster en Psicoanálisis. Especialista en Psicología Clínica. Profesor y Licenciado en Psicología (UBA). Entre otros libros, ha publicado Vivir mejor. Un desafío cotidiano (Paidós 2021); La función social de la esquizofrenia. Una perspectiva psicoanalítica (Eudeba 2020); Clínica de la elección en psicoanálisis. Vol. I y II (Letra Viva 2013).