Entre los pasajes más perjudiciales de un libro, en toda la historia occidental, sin duda figura éste: “La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción. Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio. Porque Adán fue formado primero, después Eva; y Adán no fue engañado, sino que la mujer, siendo engañada, incurrió en transgresión. Pero se salvará engendrando hijos, si permaneciere en fe, amor y santificación, con modestia” (1a epístola a Timoteo, cap. 2, Nuevo Testamento).
Sobre ese párrafo altivo, escrito hace unos 1900 años, se levantó un edificio patriarcal, inamovible hasta hoy, que toma al pie de la letra una carta del primer siglo de esta era: no la lee como un texto empapado de su época, sino aplica literalmente sus preceptos. Sería tan absurdo como extraer pasajes de Don Quijote de la Mancha (la primera parte salió en 1605) y que millones recorrieran el mundo en 2024 vestidos como caballeros andantes en busca de “fermosas damas” desventuradas. La diferencia es que la actualidad del primer texto no se cuestiona. Sería pecado.
Está bien documentada la violencia de género entre católicos. Lo relativamente nuevo es señalarla entre protestantes, sean tradicionales (bautistas, presbiterianos, metodistas y menonitas) o de nuevo cuño (pentecostales e independientes). También aquí azuzar el miedo y fomentar la culpa abona al control de niñas y mujeres a lo largo de generaciones: quienes tienen vagina concentran la vileza. Pongo un ejemplo reciente que denuncia desde la literatura. La novela Ellas hablan (Sexto Piso, 2020), de Miriam Toews, canadiense de origen menonita, parte de un caso verídico de violaciones en una comunidad religiosa de ese credo en Bolivia, en los 2000; fue llevada al cine por Sarah Polley (2022). El contexto de ostracismo explica todo: las familias viven aisladas (a siete horas de la ciudad) y jamás salen de la colonia, dirigida por un obispo. Por décadas, las mujeres analfabetas han aprendido a ser mudas, “como siervas obedientes… [como] animales”. Así lo pidió Pablo de Tarso en el Nuevo Testamento. Están “magulladas, infectadas, embarazadas, aterradas, locas y algunas muertas”. La asfixia mental y emocional del sistema religioso sobrepasa toda lógica. Una de las víctimas de violación tiene sólo tres años.
Añado algo personal: cuando tenía 17 años entré a una Iglesia protestante. Estuve ahí casi una década. Palpé la discriminación femenina y supe de conductas sexuales de los líderes (siempre hombres) opuestas a lo que exigían de los feligreses. Nadie me lo contó. Y ahora que vi en Netflix el documental La oscuridad de La Luz del Mundo, sobre el violador mexicano Naasón Joaquín García, “apóstol de Jesucristo”, encuentro el mismo patrón machista, perverso.
Cuánto daño hace aún lo dicho por ese pasaje de Pablo de Tarso. En Ellas hablan, alguien sostiene que el templo de la fe lo sostienen las fábulas y la crueldad. Es un edificio criminal. Que no se olvide.