Los gobiernos de izquierda con vocación más autoritaria en América Latina heredan del cubano, que fue su guía e inspiración durante toda la Guerra Fría, una clara tendencia a la opacidad, el espejismo y la rigidez cuando la inconformidad desborda las instituciones y saca su enojo a las calles.
Lo vemos en estos días en Cuba, donde nuevas réplicas de los últimos estallidos sociales han llevado a cientos de cubanos en Santiago, Bayamo, el Cobre y otras ciudades del Oriente y el Occidente a marchar y gritar pacíficamente en las calles de la isla. Piden electricidad, comida, transporte, pero también libertad, paz, “patria y vida” y dimisión de las autoridades incompetentes.
La réplica del estallido social de los días 11 y 12 de julio de 2021 se hace más evidente al observar la reacción del gobierno. La represión ha sido puntual y solícita, en un intento fallido de contener la ola de indignación. También se manifiesta ese efecto replicante en el discurso justificativo e invisibilizador de las protestas.
De cara al exterior, estas manifestaciones, que han sido permanentes y las más de las veces silenciosas y silenciadas, por lo menos, desde el fin del impasse obamista, entre 2015 y 2016, son atribuidas al reforzamiento de las medidas coercitivas de Estados Unidos con Donald Trump y en menor medida con Joe Biden.
Esa elusión discursiva de la responsabilidad se desentiende de una lectura precisa de los gritos de la calle. Los gritos se dirigen contra los gobernantes de la isla, no contra los de Estados Unidos, y específicamente contra el presidente Miguel Díaz Canel. El pueblo que protesta hace responsable a esa dirigencia por sus pésimas condiciones de vida, por la falta de futuro de sus hijos y por la permanencia en las cárceles, por casi tres años, de más de mil cubanos que en 2021 hicieron lo mismo: salir a protestar pacíficamente.
La criminalización de la protesta, en Cuba, comienza por esa distorsión oficial de los gritos de la calle. Donde los manifestantes dicen “abajo Díaz Canel” las autoridades leen “abajo el imperialismo”. La dislexia del poder hurta las palabras y altera arbitrariamente sus sentidos, en el supuesto de que sólo el poder tiene la potestad de hablar por todos.
Si alguien desafía esa potestad, como los cientos de bayameses y santiagueros que hemos visto en estos días, la única explicación oficial admisible es que los “enemigos de la Revolución” han soliviantado a una población leal. Pocas veces se ha visto, en la historia de América Latina, una subestimación tan orgánica de la voluntad popular.
Lo cierto es que las más extensas protestas populares contra el gobierno cubano, en décadas, se han producido bajo la presidencia de Miguel Díaz Canel, antes, durante y después de la pandemia. La responsabilidad del pésimo manejo económico del país, malamente ocultado por un triunfalismo geopolítico recostado a alianzas interesadas, como las de Rusia y Venezuela, están en la raíz del descalabro.