El movimiento progresista se encuentra en una crisis que amenaza no sólo su continuidad, sino el futuro de la democracia liberal y de las izquierdas en general. Esta corriente ideológica, que surgió como una reacción a la incapacidad de la izquierda materialista de entender los sistemas de desigualdad racial y de género, se ha convertido en un movimiento no solamente intolerante, sino profundamente inefectivo.
La reacción de los “progresistas” ante los ataques de Hamas contra Israel el año pasado dejó al descubierto su debacle moral e intelectual. El prisma maniqueo que rige a esta corriente y que simplifica el mundo entre opresores y oprimidos llevó a sus seguidores a tomar partido por Hamas, un grupo terrorista y movimiento teocrático y dictatorial que, además de asesinar, violar y secuestrar a civiles, reprimir a la oposición palestina en Gaza y adoctrinar a su población en el fanatismo islámico, ha sido, junto con el movimiento colono israelí, la causa del fracaso del proceso de paz.
Para que un movimiento político pueda conseguir sus objetivos hay dos condiciones esenciales: incluir el mayor número posible de personas dentro de una amplia coalición y llegar a consensos con otros actores políticos para conseguir victorias concretas. El movimiento progresista ha perdido ambas. En lugar de buscar avanzar hacia su objetivo original y lograr desmantelar estructuras sistémicas de desigualdad racial y de género (entre otras) optó por convertirse en una corriente cultural enfocada en la restricción y los cambios del lenguaje y la “cancelación” de ideas que no concuerdan con el más alto estándar de “pureza ideológica”. En lugar de sumar fuerzas, el movimiento es cada vez más excluyente. Ejemplo concreto: en vez de formar una coalición efectiva con el campo democrático en Israel para avanzar en el establecimiento de un Estado palestino, el movimiento del BDS (Boicot, Desinversión y Sanciones) llamó a boicotear una de las organizaciones de paz árabe-judías más importantes de Israel ¿cuál fue el motivo?, que la organización llamó a la “empatía entre las partes” en lugar de hablar de “una relación de amos contra esclavos” (verbatim, no es broma).
Para las derechas autoritarias no podría haber mejor regalo. Es difícil convencer al público de estar en contra de políticas que garanticen una distribución más igual de la riqueza o igualdad racial, mucho más fácil es convencerlos de la tergiversación moral de un movimiento que, en paralelo, condena sin piedad a cualquiera que no use un lenguaje de género incluyente y, al otro día, defiende a teócratas islamistas que matan bebés y los llama “resistencia legítima”.
Es así como la derecha de Trump, propulsada por la guerra cultural en contra de este movimiento, amenaza con regresar. Mientras se regocijan en su “purismo ideológico”, no solamente son incapaces de lograr cambios concretos, sino que las causas mismas por las que surgió el movimiento, justas e importantes, y el futuro mismo de la democracia están en juego. Para que esto no suceda no es necesario abandonar estas causas, sino volver el movimiento a sus orígenes, a la lucha política que implica ver matices, sumar fuerzas y llegar a acuerdos.