Ya hemos comentado aquí el notable aumento del protagonismo de los presidentes o jefes de Estado de América Latina y el Caribe en la ejecución de la política exterior. Ese protagonismo, muchas veces verbal y asegurado por una fuerte presencia en las redes sociales, ha propiciado no pocos conflictos recientes entre mandatarios de la región.
Por lo general, esos conflictos se interpretan como consecuencia de la polarización ideológica y geopolítica entre una izquierda y una derecha que se imaginan homogéneas. Pero lo cierto es que también ha habido conflictos dentro de la propia izquierda, como los que ahora mismo enfrentan a la Nicaragua de Daniel Ortega y la Colombia de Gustavo Petro o al Chile de Gabriel Boric y la Venezuela de Nicolás Maduro.
También se asocia ese ascenso de la conflictividad diplomática en América Latina y el Caribe a un estilo populista de gobernar, bastante generalizado a nivel global. Sin dejar de tener sentido, esta interpretación tal vez sea insuficiente para comprender a cabalidad las causas y las consecuencias de una diplomacia cada vez más arbitraria y desaseada.
Una primera causa, relacionada con lo anterior, es el abandono de los propios equilibrios de poderes de las democracias en la práctica de la política exterior. Era característico de democracias más formalistas, como las del periodo de las transiciones, que los congresos y específicamente los senados intervinieran con mayor centralidad en el diseño y ejecución de las políticas exteriores.
Una segunda causa, también, muy conectada con la primera, es la pérdida de visibilidad de otros actores de las agendas diplomáticas como las sociedades civiles, las organizaciones no gubernamentales, las instituciones académicas o, más específicamente, las asociaciones de derechos humanos y las comunidades ambientalistas, feministas, antirracistas e indigenistas. Conforme se consolidan liderazgos políticos que desconfían de la sociedad civil, la diplomacia interestatal se concentra más en las cancillerías y los poderes ejecutivos, cada vez más subordinados al líder máximo.
Por último, habría que valorar con mayor precisión los terribles efectos que produce en el ejercicio diplomático el deterioro de los foros regionales. Lo hemos visto en fechas recientes tanto en la OEA como en la Celac, dos foros que deberían funcionar para generar y negociar consensos, pero que con frecuencia actúan como instancias de reproducción de las rivalidades y polarizaciones continentales.
A todo esto, habría que agregar, tal vez, otros dos elementos que convergen en el caos diplomático latinoamericano. Por un lado, campos políticos cada vez más competidos por elecciones regulares y, por el otro, sociedades cada vez más inseguras por los múltiples retos a la seguridad del Estado que imponen los grupos criminales. Esa convergencia atiza una conflictividad doméstica que facilita choques diplomáticos.