Parecía que la semana pasada la nota iba a ser el tercer aniversario de la caída de la Línea 12 del Metro.
Más allá de si se llegó o no a algún arreglo satisfactorio con familiares de alguna de las víctimas, se trata de un tema de interés público. Es, sin duda, uno de los episodios más tristes que han ocurrido en la capital del país, no sólo porque se trató de una tragedia que se pudo haber evitado, pues no fue producto de la voluntad de la naturaleza —como un terremoto o un huracán— sino de la negligencia y el descuido de quienes lo construyeron y de quienes debían darle mantenimiento. No deja de ser llamativo que han seguido ocurriendo incidentes en la red del metro, sin que tengamos claro que se hayan tomado o se estén tomando medidas para evitarlos.
Pero el foco de la opinión pública fue distraído hacia otros temas. En particular, a través de señalamientos emanados del gobierno en turno en contra de personalidades eminentes de la sociedad civil.
En primer lugar, a Ceci Flores, quien presentó una denuncia respecto al hallazgo de restos humanos en un crematorio clandestino en plena Ciudad de México, en los límites entre Iztapalapa y Tláhuac. Uno habría esperado que una denuncia de tal calibre, viniendo de una activista pro derechos humanos que se ha caracterizado, más allá de su tragedia personal, por un compromiso de tiempo completo con la causa de las madres buscadoras de Sonora y de todo el país, debería de haberse tomado con la seriedad acorde con su legitimidad social. La gravedad que el asunto supone implicaba, por ejemplo, convocar a que los mejores especialistas forenses de organizaciones y universidades nacionales y extranjeras colaboraran con una investigación seria y a profundidad. Por el contrario, se desacreditó la denuncia, tildándola de “montaje”, y se realizó una “investigación” que —si realmente lo fue— pareció ser sumamente apresurada y superficial, quizás con la intención, dirían algunos, de minimizar los hechos y desacreditar a la denunciante. Con independencia del caso, la tragedia que viven miles de madres buscadoras es, tal vez, la deuda social más imperante que enfrenta este gobierno y no merecen ser revictimizadas con descalificaciones y ataques.
Y todavía en efervescencia el caso Flores, vino el movimiento contra María Amparo Casar. No es la primera vez que recibe una andanada de críticas esta mujer, a quien conozco personalmente, de quien me consta su integridad, y quien, por su serio y valiente trabajo —documentando varios casos de corrupción gubernamental cometidos en diversos órdenes de gobierno, en distintas épocas, con distintos partidos en el poder— merece todo mi respeto. Ahora, el gobierno federal la señalan ante la opinión pública como posible culpable de actos delictivos, lo cual, de entrada, no está entre sus atribuciones y, por lo tanto, es ilegal que lo hagan. Pero especialmente, nada, absolutamente nada hay en todo el ordenamiento jurídico mexicano que pueda justificar la divulgación de datos personales sensibles, no sólo de la propia Casar, sino también de su familia. Por eso el repudio a estos hechos ha sido notoriamente masivo, así como las manifestaciones de solidaridad con María Amparo, desde la Academia, la sociedad civil y la ciudadanía en general. Con muy fundadas razones.
Lo ocurrido a estas dos extraordinarias mujeres no debe tener cabida en nuestro país. Queda, pues, no solo un buen camino por andar, sino, también, varios agravios por enmendar, en el avance —que debemos todos defender, sin permitir retrocesos— hacia la plena consolidación de la democracia y de un verdadero Estado de Derecho en México.