Hoy nadie se acuerda de Vicente Blasco Ibáñez, pero a principios del siglo XX fue el escritor español de mayor fama internacional. Sus novelas y sus reportajes fueron muy leídos en Estados Unidos y en Europa.
Fue por esa celebridad que alguien tuvo la pésima idea de invitarlo a México para que escribiera un ensayo que ofreciera una imagen positiva del país para la opinión pública internacional. El escritor llegó a principios de marzo de 1920 y partió a principios de mayo del mismo año, por lo que fue testigo de los últimos días de Venustiano Carranza y del estallido de la rebelión de Agua Prieta. En vez de escribir un libro favorable a México, Blasco Ibáñez publicó un feroz libelo con el título “El militarismo mejicano”, en el que reúne algunos de sus artículos enviados a la prensa estadounidense.
Blasco Ibáñez critica los excesos violentos de la Revolución mexicana, pero por debajo de esa crítica se encuentra un profundo desprecio por los mexicanos. México, afirma el novelista español, es una nación de tercera en América Latina, inferior a naciones más civilizadas, prósperas y, sobre todo blancas, como Chile, Argentina, Uruguay e incluso Brasil (que, aunque tuviera muchos negros, decía, era gobernada por una refinada élite blanca). Aunque México tuviera la población más grande de América Latina, quince millones de habitantes, Blasco Ibáñez afirmaba que el número era engañoso porque muy pocos de ellos eran blancos, había muchos indios que no contaban para nada y el resto, la mayoría, eran mestizos a los que el autor les encontraba enormes defectos. No está de más citar su veredicto sobre ellos: “Y queda la gran masa de la población mejicana, el detritus procedente del encuentro y de la amalgamación de dos razas, los siete u ocho millones de mestizos, blancos con cobre o indios blanqueados entre los cuales hay buena gente (¿dónde no la hay?), pero que en su mayoría son bullangueros, parlanchines, declamadores, pocos amigos del trabajo, predispuestos siempre a la vagancia, adversarios de toda fortuna que pueda formarse poco a poco, afectos a los golpes teatrales, a las improvisaciones revolucionarias, que hacen a un hombre rico de la noche a la mañana, y por lo mismo, dedicados en cuerpo y alma a la política, no de ideas, sino de personas”. Por lo anterior, Blasco concluía que los mexicanos no eran quince millones, sino en realidad “dos, o cuando más, son cinco, agregando bondadosamente a los mestizos aprovechables”.
Blasco Ibáñez se lamentaba de que los estadounidenses, el pueblo más avanzado de su tiempo, tomaran a México como un mostrador del resto de América Latina y que lo que vieran, por lo tanto, fuera una exhibición de brutalidad y salvajismo. Dicho de otra manera, México le hacía muy mala publicidad al resto de la América Latina, a la próspera, civilizada y, sobre todo, blanca, muy blanca.