México vivió el pasado domingo la elección más importante de su historia democrática, dado lo que estuvo en juego, que más allá de los 20 mil cargos públicos que se renovarán pronto, tuvo que ver con el tipo de régimen que se está incubando.
Ahora bien, es importante señalar que apenas hoy miércoles dan inicio los cómputos distritales en todo el país, que son la fuente oficial de los resultados electorales definitivos, y que después vendrá un periodo en el que los tribunales habrán de resolver todo tipo de impugnaciones, lo que todavía podría alterar algunos resultados.
La elección, por supuesto, tiene varias lecturas y habrá que hacer un análisis pausado, más allá de la coyuntura de este momento. Por lo pronto, el principal saldo positivo es algo que desde hace ya mucho tiempo ha salido bien: el binomio de cooperación entre la ciudadanía y el INE. El personal del servicio profesional electoral desplegó su talento, compromiso y experiencia para que la ciudadanía fuera adecuadamente capacitada; se le hicieran llegar las urnas, boletas y demás materiales electorales; e instalaran las casillas, desempeñando adecuadamente las gravísimas responsabilidades de recibir, contar y custodiar el voto de sus vecinos. Ahí la joya del procedimiento electoral ciudadano.
Un aspecto muy relevante a discutir en torno a la elección es el papel de las encuestas, en profunda crisis de credibilidad. Independientemente del tamaño de los yerros —algunas se acercaron más que otras a los resultados—, el papel de la industria en su conjunto fue deplorable. También es un horror esa pésima costumbre de los políticos mexicanos de declararse todos ganadores al término de la jornada electoral, sin esperar a ningún resultado oficial, ni siquiera preliminar. ¿Habría quizá que considerar agregar al catálogo de delitos electorales esta práctica antidemocrática, tan irresponsable e irrespetuosa hacia la ciudadanía?
Vayamos ahora a los resultados y escenarios previsibles. Lo obvio e histórico: por primera vez en la historia del país habrá una mujer presidenta. Y, con ella, vendrá la instauración (¿o reinstauración?) de un sistema político novedoso para buena parte de la ciudadanía, que no conoce lo que es vivir en un régimen hegemónico, como fue el PRI desde su fundación, en 1929, y hasta fines de la década de los 80 del siglo pasado. Se puede prever un retorno a esa época. Ciertamente, no será un totalitarismo —la oposición será, al menos en el arranque, tolerada—, pero sí puede albergarse el temor fundado de que caminaremos, con terreno pavimentado, hacia un sistema que no tiene sitio en el catálogo de los regímenes democráticos, sino en el de los autocráticos.
El veredicto de las urnas fue contundente. Pudieron o no haber sido considerados los pésimos resultados del gobierno saliente en múltiples asignaturas; pero, en definitiva, no fueron determinantes para frenar la conformación de una nueva mayoría monocolor aplastante, sin contrapesos en el legislativo y con una gubernatura más. La política clásica se impuso: la propaganda gubernamental, las dádivas clientelares y el discurso del miedo sobre la pérdida de programas sociales.
Habrá algunas diferencias con la antigua hegemonía priista: una memoria colectiva —que se tendrá que cultivar— sobre lo que significa vivir en democracia; la naturaleza distinta de los nuevos “partidos satélites” y, muy importante, la batalla por la defensa de la libertad contra mayorías despóticas, que inquebrantablemente tendrán que librar la ciudadanía y la oposición política, por más vapuleada que ésta haya quedado.