Pasadas las campañas políticas de México, por usar un referente como pueden serlo muchos otros, podemos decir sin lugar a dudas que nuestro idioma ha disminuido en calidad, tensión, profundidad y alcance.
No es culpa del idioma, por supuesto, con el cual han trabajado Quevedo y Sor Juana, sino del uso que le hemos dado y del abuso al que lo hemos sometido. Uso y abuso, del proselitismo y la publicidad a una inmediatez basada en la comprensión superficial y la abreviación generalizada, cuya culminación es el icono, como si la sofisticación lingüística se hubiera detenido en seco para volver al glifo y a la runa. Hay muchas más razones, una de las cuales es los bajos índices de lectura y, en ese contexto, el alejamiento de la poesía.
Se me dirá que el desplome en la calidad de nuestra conversación social no puede deberse a que no se leen poemas, pero en parte sí. Es una cuestión circular: la producción literaria de calidad, y sus lectores, corresponden a sociedades atentas a su lengua y exigentes y creativas con ella. No hay buenos libros sin buenos lectores ni buenos lectores sin buenos libros, y en esa fórmula necesaria destaca la poesía como el máximo destilado de la lengua y también como su vanguardia, su posibilidad y su futuro. No es que la poesía deba tener una función social, como antes tuvo una función mágica, ritual o religiosa. Tampoco que deba ser didáctica o que se desempeñe como vehículo de éste o aquel activismo. En última instancia, no importa si el poeta está queriendo decirnos algo particularmente actual con su poema: la poesía verdadera sobrevive a esa necesidad y trasciende los cambios de la opinión popular e incluso la extinción de los temas que alguna vez estuvieron de moda.
Siguiendo a Eliot en su vigente ensayo “La función social de la poesía” podemos hablar, primero, de funciones básicas, como dar placer, pero algo más: comunicar una nueva experiencia, o la comprensión renovada de lo ya conocido, o la expresión de algo que sentimos y para lo cual no tenemos palabras, expresión que amplía nuestra conciencia y afina nuestra sensibilidad. Pero la poesía cumple otra función social incluso para quienes no leen poesía, una función local, difícil de traducir. En un primer nivel, la poesía tiene que ver con la expresión de la emoción y el sentimiento, y esa emoción y sentimiento son particulares, en tanto que el pensamiento es general. Por eso, afirma Eliot, “es más fácil pensar en un idioma extranjero que sentir en él”. No hay, dice también, “arte más neciamente nacional que la poesía”. A un pueblo se le podrá arrebatar su lengua e imponerle otra, pero a menos que se le enseñe a sentir en otro idioma, no se habrá erradicado el original, que siempre vuelve a través de la poesía, vehículo del sentimiento.
Y el deber del poeta no es con la gente sino con la lengua: para preservarla y mejorarla, y al hacerlo, la gente aprende a sentir de manera más consciente. “A menos que tengamos a esas pocas personas que combinan una sensibilidad excepcional con un poder excepcional sobre las palabras, nuestra propia habilidad, no sólo de expresar, sino incluso de sentir las emociones más crudas, se degenerará”. En el más amplio sentido, la poesía, en proporción con su excelencia y vigor, afecta el habla y la sensibilidad de toda una nación. “A través de la poesía se puede penetrar en otro país, por así decirlo, incluso antes de tener un pasaporte o un boleto”. ¿Qué dice, hoy, la poesía de nuestros países? No me atrevo a contestar.