Queremos tanto a Coleridge

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

Samuel Taylor Coleridge fue el menor de nueve hermanos, todos hombres, y creció temiéndoles, queriendo impresionarlos o escandalizarlos, pidiéndoles disculpas profusa y abyectamente y haciendo grandes planes para impresionarlos. Él mismo describe al niño que fue con una mezcla de autoescarnio y presunción que lo caracterizaría toda la vida: “De niño era inquieto y extremadamente apasionado, y, como no podía jugar a nada y era indolente, era despreciado y odiado por los chicos… antes de los ocho años ya era un personaje. Sensibilidad, imaginación, vanidad, pereza y sentimientos de profundo y amargo menosprecio por casi todos los que cruzaban la órbita de mi entendimiento, eran incluso entonces prominentes y manifiestos”.

Fue enviado al Christ’s Hospital tras la muerte de su padre, a los nueve años, y ahí lo conoció Charles Lamb, quien lo recuerda declamando a Homero en griego y dando cátedra sobre Plotino… (tiempo después, Lamb diría que Coleridge era “un arcángel ligeramente dañado”). Como no podía ser de otra manera, estudió en Cambridge, donde dilapidó sus éxitos académicos con una vida de gastos que de inmediato lo endeudó y lo obligó a huir de la universidad y a enlistarse secretamente en la caballería de los legendarios Light Dragoons bajo el nombre de Silas Tomkyn Comberbacke.

Aún como estudiante de grado, conoció a Robert Southey, con quien concibió el plan de emigrar al sur de Estados Unidos y formar una sociedad pantisocrática a las orillas del río Susquehanna. Era, básicamente, una utopía comunista. En esa época, Coleridge fue descrito así por Charlotte Poole: “Un joven de gran entendimiento, magnífica elocuencia, fortuna desesperada, principios democráticos y enteramente arrasado por el sentir del momento”.

A los 22 años, Coleridge se casó con la cuñada de su amigo Southey, Sarah Fri-cker, y desde entonces vivió apremiado por ansiedades financieras. Su mala salud lo llevaría al opio, y éste a la adicción y a un estado constante de ensoñación, letargo y apatía perfectamente retratado en su famoso poema “Dejection, An Ode”. “Dejection” se puede traducir como “abatimiento”, pero también como “melancolía”. En el poema, la voz que habla asegura haber perdido la habilidad poética, parálisis creativa que a su vez se debe a que no está junto a la mujer que ama (que no es Sarah Fricker sino Sara Hutchinson). Esa mezcla de factores enciende su melancolía, que, paradójicamente, desata su creatividad. Imaginemos “Un dolor sin espasmo, vacío, oscuro y lóbrego. / Un dolor ahogado, soñoliento, desapasionado, / que no encuentra desahogo natural ni alivio / en palabras, suspiros o lágrimas”.

Coleridge es incesante en su autodeprecación. En una carta se describe como “en pocas palabras, soñador y por lo tanto indolente. Soy un estornino que se enjauló a sí mismo, siempre mudando plumas, y mi sola nota dice mañana, mañana, mañana.” No se nos escapa que tanta ensoñación e indolencia hayan producido, sin embargo, miles de páginas elegantísimas y agudas, como toda su Biographia Literaria, ni que dentro de tanta niebla y languidez, el autor de “La balada del viejo marinero” emitiera, según De Quincey, “más aforismos y verdades en tres horas de conversación, que lo que pudiéramos encontrar en un mes de lecturas selectas”. Pero a Coleridge lo contrasta siempre su amigo y valedor William Wordsworth, quien, como Goethe, nació para estatua. Nosotros, no obstante, lo queremos mucho, por su hermosa falibilidad, por sus debilidades y por la honestidad con que siempre se examinó, sin conmiseración ni embellecimiento.

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