Albert Camus lo quería explicar todo con el sol. Quien haya leído El extranjero, sabe de lo que hablo. Un sol potente, encandilador, una “claridad en blanco y negro que para mí siempre ha sido aquélla de la verdad”.
Lo delatan su sangre africana y esa proclividad helénica tan suya, tan mediterránea. Su pequeño libro de ensayos titulado, con toda congruencia, El verano, es un intento de resistencia solar contra las oscuras fuerzas que habían asolado a Europa durante la Segunda Guerra. Es una conmovedora linterna contra el Mal, contra el nihilismo. No es un libro optimista (“no es mi especialidad”), sino, insisto, un manual de resistencia inspirado en la luz ática y en el clasicismo griego.
Se cita con demasiada frecuencia una frase de ese librito tomada del ensayo “Regreso a Tipasa”, la ciudad costera de la Algeria natal de Camus. Volver a Tipasa, para él, es penetrar en una luz intacta, siempre joven. “Siempre supe que las ruinas de Tipasa eran más jóvenes que nuestros nuevos edificios y nuestras ciudades que se caen. Ahí, el mundo nacía nuevamente cada mañana bajo una luz que era siempre nueva. ¡Oh luz! Este es el grito de todos los personajes que, en la tragedia clásica, se encuentran cara a cara con su destino. Su refugio final también es nuestro. En las profundidades del invierno, finalmente aprendí que había dentro de mí un verano invencible”.
Es importante para él despojarse de la etiqueta de “profeta del absurdo”, y lo hace en otro ensayo, “El enigma”, en cuyas primeras líneas declara: “¿Cómo, con tanto sol en mi memoria, pude apostar por el sinsentido?”. Le preocupa que se le asocie con una “literatura de la desesperanza”, y ofrece una y otra explicación sobre la necesaria distancia que hay que establecer entre un autor y sus ideas: “Se puede escribir sobre el incesto sin arrojarse sobre la hermana, y no he leído en ningún lugar que Sófocles jamás pensara en asesinar a su padre y deshonrar a su madre. La idea de que cada escritor necesariamente escribe sobre sí mismo y se retrata a sí mismo en sus libros es una de las nociones pueriles que heredamos del Romanticismo”. Y más: “La duda cartesiana, que es sistemática, no es suficiente para hacer de Descartes un escéptico”.
Son tiempos oscuros, y Camus odia ser etiquetado como un simple negador: “Tan pronto como afirmas que nada tiene sentido, expresas algo significativo”. El simple hecho de no permitirnos a nosotros mismos morir de hambre (que solemos dar por sentado) es ya una elección. La verdadera desesperanza no habla, y una “literatura de la desesperanza” es una contradicción en términos. Al referirse a Esquilo, al que se suele asociar con dicha desesperanza, Camus dice que “en el centro de su universo no encontramos un sinsentido descarnado, sino un enigma, es decir, un significado difícil de descifrar porque nos deslumbra”.
Hemos aprendido, dice Camus con palabras que aún resuenan, “que detrás de nosotros hay una luz, y que debemos voltear y quitarnos las cadenas si queremos verla directamente, y que nuestra tarea es, antes de morir, buscar las palabras que puedan nombrarla”. Hoy, en pleno verano, seguimos buscando las palabras que nombren esa luz.