Le agradezco sus angustias

LA UTORA

Julia Santibáñez<br>*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
Julia Santibáñez*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. larazondemexico

Comencé a escribir para probar que era  y, en efecto, estaba en mi cuarto. Siendo adolescente quería pulverizar la existencia sobre la palma de la mano, desmenuzar soledades, analizar mis contradicciones para luego, a través del lenguaje, volverlas contraducciones. Es decir, aspiraba a levantar una arquitectura paralela. Una mía. Entendible. Con mi nombre. Y ahorita mismo estoy segura de que cada artista, en el fondo, busca sentirse real. Él también dijo eso mejor, mucho antes que todos.

Nacido en Lisboa en 1888, Fernando Pessoa creció en Sudáfrica con su madre y el nuevo marido de ésta; siendo joven vino a dar de nuevo a la ciudad natal. Discreto, hablaba en voz baja. De temperamento melancólico, austero, su ánimo se caía y decaía con frecuencia. Quiso ser empresario o comerciante, le fue mal. Solía irle mal. Trabajó en publicidad. Viajaba en tranvía. En un poema señala: “El poeta es un fingidor. / Finge tan completamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que de verdad siente”. Así de prístino era. De implacable. Bebía con tanta urgencia que murió a los 47 años, de mal hepático.

Además de la imbatible belleza de sus versos, Pessoa creó a una trilogía de escritores, los heterónimos, cada uno de estilo y vocación propios, con una huella distinta a la de él y a la de los demás: se llamaron Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos. En un juego metaliterario de admirancia, el lusitano concibe a tres personajes-autores, que se comentan entre ellos. Así, se dice que cuando Fernando le propuso matrimonio a una chica y ella aceptó, el Pessoa huraño, el solitario, le escribió arrepentido a la muchacha a nombre de Alberto Caeiro (o sea, él mismo, bajo un disfraz) para prevenirla de tan mal sujeto; quiso que ella rompiera el compromiso, y así fue.

Tiempo después Pessoa inventó a otro autor, similar a sí mismo: Bernardo Soares. Es quien aparece como creador de su fragmentario y caótico y vertebral Libro del desasosiego, donde fue capaz de plasmar esto, dolorosamente supremo, en clave de fados y sal: “Lloro sobre mis páginas imperfectas, pero los que vengan, si las leen, sentirán más con mi llanto de lo que sentirían con la perfección, si yo la consiguiera, que me privaría de llorar y por lo tanto, hasta de escribir”.

Lo cuento porque hoy fui al Monasterio de los Jerónimos, en Lisboa, frente al río Tajo, para saludar los restos del poeta. Hace años quería cumplir con esta deuda. Frente a su túmulo funerario le dije calladamente cuánto agradezco su puñado de angustias, la subjetividad desoladora y cómo, al leerlo, me devuelve la mirada línea a línea. Le dije gracias por la afirmación de que escribir es saberse viva o vivo y subrayé de qué modo bebo versos suyos como agua clara, mientras digo de memoria éstos: “Y en una ranura rueda, / distrayendo a la razón, / ese trencito de cuerda / que se llama corazón”.

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Julio Trujillo