Hace poco menos de un mes, dábamos testimonio del primer debate entre los entonces precandidatos a la presidencia de Estados Unidos —el demócrata Joe Biden y el republicano Donald Trump—.
El suceso ocurría con la peculiaridad de que ambos personajes se veían las caras antes de sus respectivas nominaciones oficiales como candidatos —lo cual, en su momento, parecía ya mero trámite—, lo que, a su vez, abrió la puerta para que fuera una cadena televisiva —y no la Comisión de Debates—, la que convocara, organizara, condujera y transmitiera el ejercicio.
Si algo quedaba notoriamente de manifiesto desde el inicio del actual proceso de renovación de la presidencia norteamericana, era la crisis por la que atraviesa su sistema de partidos —desde hace, al menos dos cuatrienios—, incapaces de renovarse y de lograr presentarle al electorado a la siguiente generación de políticos que pueda aspirar seriamente a la presidencia de la nación más poderosa del mundo.
Desde la elección entre Donald Trump y Hillary Clinton comenzó la debacle, la cual se agudizó cuatro años más tarde, con el ascenso al poder de Joe Biden a sus 78 años de edad. Y la situación no hizo más que empeorar en este nuevo proceso electoral, en el que Biden de 81 años y Trump de 78 volvieron a encontrarse como las cartas más fuertes de sus partidos, en una época en donde la discusión de temas tan relevantes como migración, cambio climático, energías limpias, derechos reproductivos y garantías para minorías —por mencionar algunos— requieren de mentes jóvenes e ideas considerablemente frescas.
Pero fue ese preciso episodio —para quienes dudan de la utilidad de los debates como ejercicio democrático— lo que desencadenó una avalancha de reacciones —algunas a todas luces condenables, en el caso del atentado en contra de Trump—, que han dejado al arranque de esta semana un escenario político estadounidense muy diferente al de hace apenas veintiocho días.
Bastaron apenas noventa minutos de exposición del actual presidente de Estados Unidos para que las pocas voces de autoridad dentro del Partido Demócrata y las de algunos de sus principales donantes, lo presionaran para que abandonara la contienda, ante su evidente falta de reflejos y cuestionable estado físico y de salud.
Toca, ahora, el turno a Kamala Harris hacerle frente a uno de los personajes más impresentables de la política mundial de los últimos tiempos, quien —a pesar de ello— aventaja en todas las encuestas por la presidencia. Menuda rifa del tigre la que se sacó la actual vicepresidenta, aunque no cabe duda que es la última y mejor opción de los demócratas para tratar de competirle más seriamente al magnate inmobiliario.
Si bien el escenario pinta difícil, el proceso electoral aún es incipiente, pues Harris recién consiguió el apoyo de los delegados necesarios para lograr su nominación oficial como candidata en la Convención Nacional de su partido —a realizarse el 19 de agosto próximo—, a partir de lo cual arrancarán formalmente las campañas. Al tiempo.