He reportado la decadencia del gobierno de Maduro, para La Razón, desde 2009. El fraude electoral, del domingo pasado, es el capítulo final del desmembramiento de la democracia venezolana.
Hoy, Venezuela es el estado de un hombre: Nicolás Maduro. Ni las instituciones ni las fuerzas del orden ni el ejército están al servicio del pueblo; por el contrario, han cedido “su lealtad” al presidente espurio.
Lo que vemos comenzó a gestarse desde 2006 con la reelección del líder carismático, Hugo Chávez, y la instauración del modelo político mesiánico, la mimetización de un plan de gobierno —la revolución bolivariana— con el estado venezolano —la república bolivariana—, el empoderamiento del ejército —al que el propio Chávez pertenecía—.
Además, debilitó el acceso a los derechos humanos de los venezolanos: limitó la libertad de expresión, modificó las leyes electorales y fue intolerante con las organizaciones internacionales que criticaran a su gobierno.
Hugo Chávez falleció en 2013; entregó una democracia desvencijada y una economía decadente a Nicolás Maduro, cuya gestión sólo empeoró la calidad de vida de los venezolanos: llegó el hambre y se normalizó la violencia.
Para mantenerse en el poder, Chávez encarceló e hizo que se exiliaran sus opositores políticos —Leopoldo López y Juan Guaidó—; a otros, los inhabilitó para que no pudieran tener cargos públicos, como a Henrique Capriles y a María Corina Machado.
La oposición ha intentado revertir el camino por las vías institucionales que, en cada ocasión, la han traicionado: ignorando sus solicitudes, desechando sus casos, abriendo casos en contra de ellos.
A pesar de eso, la resistencia venezolana no ha desistido y hoy deja la vida por defender el poco horizonte de futuro que alcanzan a ver. No puedo dejar de preguntarme, ¿cómo habría sido la vida de esa generación de venezolanos si no hubieran permitido tantas arbitrariedades?
En resumen: el liderazgo de un presidente populista que empodera al ejército, que persigue a los opositores, que desmantela a las instituciones del Estado y que está vinculado con el crimen organizado, crea condiciones de pobreza, violencia y debilitamiento de cualquier democracia. Esto, en la vida de los ciudadanos se traduce en hambre, inseguridad e incertidumbre política.
¿Qué sigue? Encarcelar a María Corina Machado y a Edmundo González, utilizar al ejército en contra de los propios venezolanos, orquestar un apagón para que haya el menor número de pruebas posibles y, ¡por supuesto!, victimizarse. Decir que la OEA es intervencionista, expulsar a los peligrosísimos diplomáticos de Perú, Argentina y Colombia, controlar la narrativa en los medios oficiales… En fin, lo que los populistas saben hacer mejor: evadir la responsabilidad para perpetuarse en el poder mediante la propaganda, a costa de su propio pueblo.