Hace pocos días se conmemoraron doscientos años de la batalla de Junín, episodio central de las guerras de independencia de Suramérica. Se habló poco de Junín en la prensa bolivariana, absorta en la crisis política venezolana, a pesar de ser, tal vez, la gran victoria militar de Simón Bolívar y el punto de partida de la caída final del imperio español en Los Andes.
Tras la campaña peruana de San Martín, en 1821, el virrey José de la Serna se había refugiado en la sierra sur del viejo virreinato andino. Para quebrar los bastiones realistas de Ayacucho y Cuzco y liberar plenamente a Lima, era preciso enfrentar una batalla con el ejército español -aunque más de diez mil de sus soldados eran peruanos de nacimiento- en el terreno que dominaba en las laderas del cerro de Pasco.
Bolívar, siempre militar y siempre político, estadista y guerrero, conocía la composición del ejército, comandado por el general José de Canterac. También sabía que tras la nueva restauración absolutista de Fernando VII en España, a fines de 1823, una facción del ejército realista peruano, encabezada por Pedro Olañeta, se había rebelado contra La Serna y Canterac.
Hábilmente, Bolívar atrajo a la corriente partidaria del Trienio Liberal (1820-23) español en el Perú, ofreciéndole a militares y políticos posiciones y privilegios dentro del nuevo orden republicano. Uno de esos ex realistas, sumados a la causa bolivariana, sería José María de Pando, Secretario de Estado de la monarquía católica durante el Trienio Liberal e ideólogo del Perú republicano.
Consciente de la mayoría peruana en las tropas de Canterac y de las fricciones con Olañeta, Bolívar ofreció combate a los realistas en la zona lacustre y pantanosa de Junín. Hizo creer a su rival que su contingente estaba integrado por una caballería y una infantería de cientos de soldados, cuando en realidad poseía más de siete mil hombres sobre las armas.
Los biógrafos de Bolívar destacan el uso de tácticas de guerra, en Junín, de la mayor astucia como aparentar retiradas o dar falsas órdenes de ataque, que esparcían sus hombres entre las filas enemigas. En una tarde, con más lanzas y espadas que fusiles y cañones, y con juegos y espejismos de los legendarios “húsares” y sus leales “llaneros”, Bolívar causó a los realistas más de cuatrocientas bajas, hizo prisioneros a un centenar de enemigos y perdió menos de 50 hombres.
La victoria de Junín, como advirtiera el poeta ecuatoriano José Joaquín de Olmedo, antes que muchos historiadores, hizo de Bolívar “un árbitro de la paz y la guerra”. En su poema, La victoria de Junín. Canto a Bolívar, decía Olmedo que con aquel triunfo se abrían “las puertas de la opulenta Lima” y “sus pueblos numerosos” y comenzaba realmente la reconstrucción republicana del antiguo imperio incaico.
Bolívar incorporó a la mayoría de los peruanos alistados en el ejército realista a las nuevas fuerzas armadas republicanas. Cuatro meses después, cuando Antonio José de Sucre se enfrenta a José de la Serna en la batalla de Ayacucho, de más renombre, el ejército republicano peruano ya estaba reconstituido. Aquel ejército sería, en buena medida, el motor de la nueva república.
En julio de 1826, apenas año y medio después de la victoria de Ayacucho, una nueva Constitución, redactada por el propio Bolívar para Bolivia, otorgó la ciudadanía peruana a todos los libertadores, fueran argentinos, chilenos, venezolanos o colombianos. Aquella república, con su presidente vitalicio y sus cámaras de tribunos, censores y senadores, sería uno de los primeros laboratorios políticos del bolivarianismo.
Su fracaso, como el de la república boliviana, ha sido mayormente atribuido a las luchas intestinas entre caudillos y facciones o al autoritarismo del propio Bolívar. No siempre se repara, con el debido cuidado, en las fricciones que generó dentro del patriotismo peruano aquel experimento de ciudadanía continental.