Si bien ningún cambio de sexenio es fácil, genuinamente nadie podría haber imaginado todo lo que institucionalmente habría de estar en juego en México en el último cuatrimestre de este gobierno.
El apabullante triunfo del oficialismo en las elecciones pasadas les dejó tan cerca de obtener la mayoría calificada en ambas cámaras —próximo a concretarse, con una interpretación generosa y el empujoncito adecuado—, que se abrió la puerta para que la serie de reformas constitucionales pendientes propuestas por el Presidente —regresivas, en muchos sentidos— puedan transitar, en un final de fotografía, sin siquiera tener que voltear a ver a la oposición ni a detractor alguno.
Esta preocupante situación no pasa desapercibida para el resto del mundo. En un primer momento, el mero resultado preliminar de las elecciones legislativas, aunado al anuncio inmediato de que las reformas pendientes se retomarían, provocó una depreciación instantánea de nuestra moneda. El efecto se ha ahondado en los últimos días, con una cotización del peso frente al dólar que ya supera los 19 pesos y que, apenas en esta semana, dejó a nuestra moneda como la más depreciada a nivel mundial, en un momento en el que el dólar retrocedió frente a todas las divisas del mundo… con excepción del peso mexicano.
Por otro lado, diversos analistas ya alertaron que la calificación crediticia de nuestro país podría degradarse en los próximos meses —de grado de inversión a especulativo—, ante la poca claridad respecto a la política fiscal que adoptará el Gobierno entrante. Un reflejo más de que son presiones, no precisamente macroeconómicas, las que han generado que los mercados globales ya hayan volteado hacia México.
Y no es que a los mercados les resulte relevante quién quedará con hueso o no durante la siguiente legislatura, sino sus implicaciones. De confirmarse la sobrerrepresentación del oficialismo en el Congreso, se daría luz verde a la reforma al Poder Judicial —además de a la electoral, entre otras—, con la que jueces, magistrados y ministros serían elegidos por voto popular —en función del pulso político del momento y del Gobierno en turno, más que por capacidad—, con lo que —en dos pájaros de un tiro—, la división de poderes y cualquier posibilidad de hacerle contrapeso al Gobierno de este país quedaría aniquilada.
Es, precisamente, este riesgo el que los mercados internacionales ya resintieron, pues estamos frente a la posibilidad de un recambio institucional riesgosísimo —no de los que crean o mejoran el escenario, sino de los que lo destruyen o empeoran—, cuyas consecuencias pueden ser profundas y duraderas.
Algo así como nuestro entramado institucional visto como un bosque: lo que ha tomado años en plantarse, crecer, fortalecerse y madurar, de un momento a otro puede verse envuelto en llamas y quedar reducido a cenizas, donde, sólo si alguien toma la iniciativa —claro, y que lo dejen— de restaurar lo perdido, tomará algunas décadas —en el mejor de los casos— para recuperar lo que alguna vez se tuvo.