La primerísima entrada del vasto diario del pintor Eugène Delacroix, fechada un martes 3 de septiembre de 1822, en Louroux, cuando su autor tenía 24 años, da cuenta entera de su sensibilidad, de su pasión y de su disciplina.
Estamos hablando del genio francés del romanticismo, que apenas unos meses antes de iniciar ese registro íntimo y privado había deslumbrado al mundo con su primera obra maestra, Dante y Virgilio. Además de la marea napoleónica, en el mundo despuntaba otra revolución que encabezaban Goya, Turner y el propio Delacroix. Los poetas ingleses forjaban nuevos mitos, Beethoven comenzaba a escuchar en su cabeza sus grandes sinfonías y, lejos, del otro lado del Atlántico, se cocinaban las pesadillas de Edgar Allan Poe.
Es entonces cuando Delacroix decide comenzar el diario que lo acompañaría incansablemente toda su vida y hasta su muerte en 1863. Yo abrí ese atesorado mamotreto esperando descubrir, en su primera página, a un joven titubeante en busca de una voz con la que hablar consigo mismo, pero allí estaba ya todo Delacroix con la misma seguridad con la que, en unos segundos, bocetaba tigres en Marruecos. Sentado en una banca afuera de casa de su hermano en Louroux, bajo la luz de la luna, Eugène escribe: “Estoy llevando a cabo mi plan, formulado tantas veces, de llevar un diario. Lo que más quiero es no olvidar que estoy escribiendo solamente para mí. Así, siempre diré la verdad, espero, y me superaré”. Procede a describir su ubicación y a registrar que, mientras su hermano lee el periódico, él estudia bocetos de Miguel Ángel: “La vista de sus grandiosos dibujos me conmovió profundamente y me predispuso a las emociones más favorables”. Así predispuesto, el joven pintor escucha en la distancia la voz de Lisette: “Tiene un timbre que acelera el corazón; es más persuasivo que sus otros encantos, pues no es verdaderamente bonita, pero tiene una cualidad que Rafael entendió muy bien: brazos de bronce y una figura tanto delicada como robusta. Tiene una cierta fineza, una cautivadora mezcla de seducción y pudor de doncella”. Sigue describiendo un momento en el que ambos hablaron, y agrega: “No me volteó a ver ni una sola vez, su garganta subía y bajaba debajo de la pañoleta. Creo que esa fue la noche en que la besé en el pasaje oscuro de la casa, tras regresar del pueblo y acceder a la casa por el jardín. Todo esto nada significa. Este recuerdo, que no me va a perseguir como una pasión, será una flor encantadora en el camino de la vida”.
Sigue: “El domingo recibí una carta de Félix contándome que habían colgado mi cuadro en el Luxemburgo [Dante y Virgilio, hoy en el Louvre]. Estoy muy feliz y deseo volver a París, donde sólo encontraré envidia y saciedad tras el triunfo, pero nunca una Lisette como la mía, nunca la luz de la luna y la paz que respiro aquí”. Descubre que está distrayéndose y culmina: “¡Por Dios, debo seguir! Debo recordar las ideas que tuve sobre lo que quiero hacer en París y sobre personajes para mis cuadros. Pintar mi Tasso en prisión en tamaño real”.
Le esperaban cuarenta años más de anotar su vida en su Journal. Un verdadero tesoro.