¡Cuánto contraste entre la recta final del actual sexenio —con el futuro institucional del país pendiendo de un alfiler— y la del anterior —cuando, ni bien pasó la elección, el entonces titular del Ejecutivo desapareció de la faz de la tierra, en una transición informalmente anticipada!
Y si queda alguna duda sobre la vehemencia con la que se vive este intensísimo mes patrio, nada como lo acontecido el domingo pasado: mientras que miles de estudiantes de instituciones públicas y privadas marchaban en contra de la reforma judicial, y en exigencia de canales de diálogo con las cúpulas oficialistas que la impulsan; en el Zócalo, ante miles de fieles, el Presidente presumía —una vez más— nuestro “anordicado” sistema de salud, como parte de sus personalísimos festejos multitudinarios.
Pero, a pesar de que la movilización de jóvenes iniciada el domingo pasado no se haya visto en décadas en nuestro país —quizás, el malogrado movimiento #YoSoy132 como la única referencia relativamente reciente—, para la actual administración no representó algo más que jóvenes adoctrinados a quienes capotear, previo a la discusión de la reforma judicial que “va porque va”.
Así, lo sucedido el martes pasado parecía un mal chiste: un Congreso a salto de mata que —impedido para acceder a su recinto legislativo a causa de bloqueos y protestas— decide sesionar en una sede alterna, pero que resulta estar situada a unos metros de donde habría de jugarse la serie final por el campeonato de la LMB, entre Sultanes y Diablos —el histórico equipo capitalino que no accedía a esas instancias desde hace una década—, para aprobar, como sea, la reforma.
El resultado: las vialidades colapsaron —por los mismos manifestantes, por los aficionados que trataban de ingresar al estadio y por las torrenciales lluvias, la constante de las últimas semanas—, la final de beisbol se suspendió y la reforma constitucional más controvertida en lo que va de este siglo en nuestro país, se aprobó en una sesión maratónica.
Toca el turno de su “discusión”, ahora, al Senado de la República, en donde —hasta el momento de escribir estas líneas— sigue creciendo la quiniela respecto a quién será el último impresentable de la oposición en doblar las manos para que la reforma pase.
Mientras tanto, en ese lejano universo paralelo llamado plano internacional, Ken Salazar se pronunció sobre las alertas que levanta en la relación bilateral con el vecino del norte la aprobación de esta reforma, cuyas consecuencias podrían trastocar finas cláusulas del T-MEC —nada menos que eso—; las calificadoras reiteran los riesgos crediticios para México y el peso sigue flotando alto, bien alto.
Pero no, en la realidad que se vive en Palacio Nacional y en las respectivas sedes legislativas —donde sea que las circunstancias las agarre— todo esto es imperceptible. Nada de qué preocuparse y, menos aún, cuando ya está a punto la parafernalia patria en la plancha del Zócalo para festejar, un año más, como nación independiente.
¿Así o más surreal y polarizado nuestro contexto y sociedad, a cuatro semanas del cambio de estafeta presidencial?