La reforma judicial aprobada por el Legislativo inicia una inevitable ruta hacia la violación a la propia Constitución y a siglos de teoría política que señalan que la separación de poderes es indispensable para que funcione una democracia.
Se trata de una modificación fundamental al sistema político mexicano y, como tal, tendría que haber sido producto del mayor consenso de las fuerzas políticas que representan la pluralidad que existe en el país. No obstante, se dio tras un lastimoso proceso legislativo sin legitimidad ni legitimación alguna. Se trató de un vulgar arrebato de poder.
Según señaló el oficialismo, la reforma fue un mandato del electorado derivado de las elecciones recientes. No obstante, si hiciéramos caso de este argumento, bastaría con señalar que no fue suficiente. En efecto, la oposición ofreció oponerse a la reforma judicial y un 46 por ciento del electorado acompañó ese planteamiento. Si tomamos en cuenta que una reforma a la Constitución requiere el respaldo de dos terceras partes, es sencillo concluir que no se obtuvo un mandato suficiente.
Morena y sus aliados señalaron que el sistema electoral les daba derecho a una sobrerrepresentación brutal respecto a su apoyo en las urnas. Decían que había que respetar los escaños adicionales, pues era voluntad del pueblo. Dando por bueno este argumento, lo cierto es que esto significaría que había que respetar la voluntad del pueblo y el mandato que éste arrojó, negando la mayoría calificada del oficialismo en el Senado.
Sin embargo, el régimen no quedó contento con este mandato popular. Renunciando a cualquier superioridad moral, se emprendió una campaña de cooptación de senadores de oposición mediante el uso faccioso del poder público para invitar, chantajear, amenazar y extorsionar a legisladores para lograr el apoyo que las urnas no les otorgaron. La mayoría en el Senado ha sepultado cualquier atisbo de legitimidad que podría haber tenido a seis años de concluir.
Observamos también que en aras de acelerar innecesariamente su aprobación, Morena y sus aliados renunciaron a la característica central de una persona legisladora; se negaron a representar y a siquiera escuchar a trabajadores del Poder Judicial y a estudiantes que son sus mandantes.
Las imágenes de los momentos de la aprobación en sedes alternas reflejan nítidamente lo desaseado del procedimiento. Diputados y senadores escondidos, con prisas, negando cualquier tipo de discusión parlamentaria, sin moverle una coma a las instrucciones del verdadero jefe de los poderes ejecutivo y legislativo. A eso se suma la renuncia a la deliberación de buena parte de los Congresos locales que, sin discusión alguna en temas que suponen claramente una limitación a su soberanía estatal (pues les imponen la forma de integrar sus propios poderes públicos), refrendan su postración ante el jefe máximo. México tardará muchos años en recuperarse de esta regresión democrática.