El caso Pelicot: comunidad y la escoba de Ockham

ACORDES INTERNACIONALES

Valeria López Vela*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. larazondemexico

El 2 de septiembre inició el juicio en contra de Dominique Pelicot: el hombre de 71 años que desde 2011 drogó a su esposa para que la violaran extraños a los que contactaba a través de la red. Se estima que Gisele, la víctima, padeció hasta 92 violaciones —varias de ellas, grupales— por parte de 83 hombres.

El rango de edad de los agresores iba de los 26 a los 73 años, de distintas profesiones: bombero, militar, enfermero, periodista, guardia de prisiones o concejal municipal; las agresiones en contra de Gisele iniciaron cuando ella tenía 58 años, tres hijos y varios nietos.

La historia es monstruosa, bárbara, incivilizada y, lamento escribirlo, común. La cultura de la violación se encuentra normalizada, asumida, pero —¡eso sí!— cubierta bajo el manto de la moralina machista y de la corrección política de los días del pos-MeToo.

La narrativa de los hechos genera incomodidad y cierta sorpresa entre los lectores. Una pregunta común que aparece en las redes sociales es ¿cómo puede haber ocurrido algo así?

La respuesta puede explicarse con el principio de la escoba de Ockham propuesta por Daniel Dennet. En 2013, el filósofo estadounidense publicó el libro Bombas de intuición y otras herramientas de pensamiento; en él, planteó una ampliación al famoso principio conocido como la navaja de Ockham que propone la economía en las explicaciones científicas: mantener el mínimo necesario de conceptos para explicar una teoría, o que frente a dos explicaciones para un fenómeno deba preferirse siempre la más simple.

A esto, Dennet añadió la figura de la escoba de Ockham que es un reclamo para quienes esconden deshonestamente las fallas y los errores de los procesos, las teorías o los experimentos: aquellos que “barren por debajo de la alfombra los hechos inconvenientes”. Así, tenemos subregistros de casos, burocratización, falta de atención o simplemente mirar hacia otro lado. Dennet considera que ésta es una actitud anticientífica y anticivilizatoria.

Pues bien, muchas personas notaron que Dominique Pelicot no era un hombre decente. Se dieron cuenta los médicos que le dieron las recetas de Temesta —el ansiolítico de venta restringida con el que drogaba a su mujer—; lo notaron los vecinos que veían entrar a hombres extraños, sin razón alguna, al domicilio familiar. Lo percibieron también los médicos de Gisele cuando le encontraron enfermedades venéreas y trastornos de personalidad de los que no podía dar razón. Todos ellos prefirieron barrer por debajo de la alfombra esas señales de alarma.

La literatura feminista ha insistido en que los casos

de violencia sexual no son —como quisieran los defensores de la cultura de la violación— un conflicto entre particulares. Se trata de un problema comunitario que puso a prueba

el talante moral de todos los implicados, pero, una vez

que el caso llegó a los juzgados, los eticistas tenemos poco que decir.

La abogada de Gisele Pelicot lo ha expresado puntualmente: “Los abogados no sabemos nada de ética ni de moral; la moral no es la justicia. Y no estamos aquí para juzgar cuestiones morales, sino hechos, infracciones penales”.

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