Cuando Théodore Géricault abrió las puertas de su estudio para mostrarle los avances de su gran cuadro La balsa del Medusa a su amigo y colega Eugène Delacroix, éste se descubrió tan conmovido, que echó a correr como un loco por las calles de París de pura emoción.
Algo sabía del cuadro, Delacroix, e incluso había posado para que su amigo pudiera representar a uno de los personajes muertos sobre la balsa, pero lo que vio lo tomó gratamente por sorpresa: ese lienzo enorme inauguraba, a sus ojos, el estilo romántico cuya cumbre, años después, sería él mismo.
La ascendencia de Gèricault no era la típica de los lánguidos estetas del periodo prerromántico: él era un normando rudo, con una vida ruda y despreocupado de sí mismo. Lo ocupaban dos pasiones: el arte y los caballos. Uno de sus primeros grandes cuadros, El oficial de infantería, que terminó a los 21 años de edad, ganó una medalla de oro en el Salón de 1812, confirmándolo en su vocación. Dos años después, El coracero herido, que también expuso en el Salón, lo confirmó en control total de su técnica y usando un estilo de franqueza brutal, totalmente opuesto a la refinada escuela de Jacques-Louis David (que, no sobra decir, también disfrutamos enormemente).
Eran los días de la decadencia napoleónica y Gèricault viajó a Italia, donde se descubrió “intoxicado de Renacimiento”, y donde su búsqueda finalmente encontró un cauce abierto por Rafael, Miguel Ángel y el milagro de la Capilla Sixtina. Al volver a Francia, en 1817, Gèricault estaba decidido a pintar un tema de extraordinario dramatismo, y lo encontró en una noticia del pasado reciente: tres años antes, el “Medusa”, un barco de transporte, había naufragado rumbo a su destino en Senegal debido a la incompetencia de su capitán. Como no había suficientes botes salvavidas para los pasajeros y la tripulación, se construyó rápidamente una balsa para las restantes 150 personas. Tras ser remolcada por los botes salvavidas por menos de diez kilómetros, la balsa fue cruelmente abandonada a su suerte. Siguieron quince días de horror, tormentas, hambre, muerte, violencia y canibalismo. Cuando por fin los rescataron, sólo quince hombres se encontraban vivos. Gèricault eligió con cuidado el momento para fijar el drama, evitando las escenas obvias de violencia e inclinándose por el segundo en que el barco de rescate “Argos”, simbolizando la esperanza, aparece en el horizonte. Quien haya visto el cuadro (y más aún, en vivo en el Louvre) sentirá una emoción equivalente a la de Delacroix: es una bestialidad en la que el patetismo de nuestra condición humana se muestra en una atmósfera ocre de intensísima vivacidad.
Pintarlo le llevó meses a Gèricault, visitas a la morgue para entender mejor el rictus de la muerte, entrevistas con los sobrevivientes e incluso la construcción de una balsa semejante a la de la tragedia del “Medusa”. Su personaje central, un negro ondeando una bandera para llamar la atención del “Argos” (Gèricault era abolicionista) tiene secretas correspondencias con La Libertad guiando al pueblo que Delacroix pintaría trece años después. Dos cumbres del Romanticismo que nos siguen conmoviendo doscientos años después con la misma fuerza de entonces.