Gertrude Stein, en su isla

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo<br>*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
Julio Trujillo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

Que La autobiografía de Alice B. Toklas (1933) esté firmada por Gertrude Stein es apenas el primer golpe de genio de un libro único tramado por una figura crucial, y nunca del todo reconocida, del estallido artístico que atestiguó París a principios del siglo XX, antes y después del estallido bélico de 1914.

Y, como a Gertrude Stein le gustaba hacer las cosas al revés, trastocar el orden de los factores, podemos comenzar este breve asedio con el último párrafo del libro, no sin antes apuntar que Alice B. Toklas fue la amiga, confidente, amante, secretaria, musa, amanuense y editora de Gertrude Stein por casi cuarenta años. La fórmula es tan sencilla que se olvida: la voz es de Alice B. Toklas, pero la pluma es de Gertrude Stein. Aquí el párrafo: “Hace unas seis semanas, Gertrude Stein dijo: ‘No me parece que nunca vayas a escribir tu autobiografía. ¿Sabes lo que voy a hacer? La voy a escribir por ti. La voy a escribir de manera tan sencilla como Defoe escribió la autobiografía de Robinson Crusoe’. Y lo hizo, y aquí está”. Es lo que Elena Ferrante ha llamado “una ficción en primera persona”. Hay una diferencia crucial: no sabemos nada de Defoe después de leer la joya que es Robinson Crusoe, pero sabemos todo de Gertrude Stein después de leer La autobiografía de Alice B. Toklas, pues, como ya debe sospecharse, lo que Gertrude Stein quería, en realidad, era escribir la autobiografía de Gertrude Stein, y lo hizo inolvidablemente por interpósita persona, a través de la mirada de su pareja, consiguiendo una tangencialidad perfecta para arrojar luz sobre sí misma sin preocuparse por contener su desbordado egocentrismo.

Pero el libro, en cuyo centro brilla Stein, es también un retrato colectivo de la vida en París en esos años, y en sus páginas comparecen todos, Matisse, Picabia, Hemingway, Pound, Sylvia Beach, Braque, Bertrand Russell, Edith Sitwell, Juan Gris… He dejado fuera tres nombres cruciales porque no puedo resistir la tentación de dar otro brinco en el libro, esta vez hasta el principio, y citar el célebre final del noveno párrafo: “Debo decir que sólo en tres ocasiones en mi vida he conocido a un genio, y en cada ocasión sonó una campanita dentro de mí y no me equivoqué, y debo agregar que en cada caso fue antes de que hubiera un reconocimiento general de la calidad de su genio. Los tres genios de los que quiero hablar son Gertrude Stein, Pablo Picasso y Alfred Whitehead”. Es, además, cierto, y tal vez necesitaba decirlo la primera persona de esa tercia.

Tal vez la mejor manera de vernos (y de reconstruirnos en el papel, como personajes) sea a través de la oblicuidad de otros ojos, unos que conocemos tan bien que incluso podemos hablar por ellos. Porque un ojo no se ve a sí mismo y requiere el reflejo del otro para entenderse. ¿Qué sería del sol sin sus planetas y satélites?, ¡un ego colosal sin luz que refractar! Alice B. Toklas no fue Crusoe en esa “autobiografía”, sino Viernes, pero sin ella Gertrude Stein hubiera muerto de soledad en la isla de su propia vanidad.