La semilla lleva todo el espectáculo del árbol dentro de una cabeza en diminuto.
María Eloy García
Se reta cada hora en tres planos: raíces, tronco y ramas jerarquizan los niveles de ese viaje murmurado. Se verdaderamente tensa el árbol, eje del planeta, sostén de su movimiento giratorio.
Nace como apenas un vapor. Pronto, la criatura enclenque chupa sustento del barro y combate soldados de microscopio. Reptiles atestiguan que el resto se le va en protuberar. En madurar. Luego llega la sequía: bajo tierra estira uñas a punto de caer, de puro débiles. En cuanto vuelve el agua saca hijuelos y guarda, recóndita, memoria de riesgo en los anillos. Nadie intuye que la muerte le anduvo la médula. “Olmo, quiero anotar en mi cartera / la gracia de tu rama verdecida”, escribió el sevillano Antonio Machado.
Por años, a ras del suelo el tallo se anchura. Se altura. Bajo el traje adusto borbotea de savia, absorbe sales y soles, se esfuerza en cada flor hasta aromar el ambiente. Hace lo mejor que puede. Es bastante. Ya ocupa una porción más grande de mundo: en su follaje gorjean acentos no de mármol, las nervaduras persuaden vista y olfato, el tronco soberbia hormigas como alhajas, sólo le falta seducir el gusto. Para ello apuesta por la semilla, esa promesa con yelmo, esa cabeza diminutivo.
Sus ramas siguen trepando el cielo. Escalan, escarban hasta mirar de frente las nubes. El día en que rompe la tormenta, el árbol se juega la elegancia: para resistir de pie sacude el envés de cada hoja. Cuando al fin escampa, puños de hojas cubren el piso y él vive, aunque en contractura. Si con el tiempo logra esquivar el incendio, la plaga, el bofetón de granizo, el rayo, entonces viene el colmo que inaugura el mango, la naranja. Es el dulzor que hacía falta. La inteligencia distribuida por el cuerpo vegetal se concentra en frutos que doblan las muñecas con el peso de su jugo: cada uno vincula en redondura la tierra que lo gesta, el agua que deviene savia, el fuego de fotosíntesis, el aire nutricio.
El árbol, ese “dios de lo vertical” (lo dice la poeta Linda Pastan), es suficiente para desbordar el pasmo, pero además él y todos en el bosque se comunican bajo tierra, en código de regusto químico: hongos y raíces forman un circuito de vida interdependiente. Cada célula que detecta agua en el entorno también percibe a los árboles vecinos, recuerda el pasado, intercambia recursos, advierte de peligros, señala Suzanne Simard, catedrática en ecología forestal.
Ahora mismo, en los Viveros de Coyoacán, imagino el mundo vibrante bajo mis tenis, la conversación a varias bandas que quisiera interpretar. Entonces oigo al chico que va de paseo con su novia: asegura que ser árbol no tiene ningún chiste.