El movimiento estudiantil de 1968: una interpretación distinta

COLUMNA INVITADA

Edgar Morales Carranza y Gabriel Morales Sod.*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.  larazondemexico

Hoy, como cada dos de octubre desde hace 56 años, dos distintos grupos alzarán su voz para recordar el movimiento estudiantil de 1968. El primero enfatizará su derrota: ¡Qué no se vuelva a repetir!, dirán; y nos recordarán en particular la represión. ¡Dos de octubre no se olvida! Es decir, no olviden el poder del Estado, no olviden la derrota. Recuerden la sangre de los caídos, porque puede volver a correr.

El segundo grupo, en particular este año, en el contexto de la toma de posesión de Claudia Sheinbaum, cuyos orígenes políticos radican en el movimiento, recordará el dos de octubre como el inicio del proceso de democratización del país. Dirán que la actual libertad de expresión y el sistema electoral son la gran aportación de esa gesta a la vida política y social de México. En general cuando se habla del 68 se acumulan hechos como si fueran ingredientes de una receta secreta; juntan 65 por ciento de política, 10 por ciento de cine, 20 de rock y 5 de minifalda para decirnos que la democracia es su legado más conspicuo.

Obviamente esto no es poca cosa. Sin embargo, ambos discursos evaden la más profunda herencia moral, cultural y democrática del movimiento. Si el 68 hubiera sido sólo un movimiento político, habría sido más o menos relevante: indignación, movilización, represión, protesta, miedo, fastidio, adiós. Si hubiera sido un movimiento para agotarse en sus demandas políticas, sería hoy parte de la nomenclatura de protestas contra el régimen: movimiento ferrocarrilero, movimiento magisterial, movimiento estudiantil, etcétera.

El 68 fue un fenómeno mundial y el movimiento estudiantil mexicano una de sus manifestaciones. Fue la primera puerta de México a la “globalización”. Un fenómeno cultural. Fue un zeitgeist, es decir, que ideas, creencias, sueños y actitudes se entrelazaron para hacer singular e influyente esa época, ese espíritu de la época.

El movimiento estudiantil del 68 sí fue democrático, pero en un sentido más intenso. Fue una democracia directa. Las escuelas se convirtieron en un ágora donde la politización y la cultura por fin se encontraron después de un largo periodo de germinación. El movimiento nació de una agresión por parte del gobierno y se transformó de inmediato en una ofensiva en su contra, expresando el deseo de toda una sociedad de liberar tensiones contenidas por muchos años de autoritarismo.

Así transcurrieron poco más de dos meses, creando instrumentos de participación de miles y miles de estudiantes. La huelga, las asambleas, las brigadas, los comités de lucha y sus direcciones, las comisiones de trabajo (propaganda, finanzas, cocina); un movimiento democrático en pleno. Democracia de la buena, es decir participación, implicación y discusión directa y jerarquía natural. Y algo que distingue el caso mexicano: la constitución del Consejo Nacional de Huelga como un cuerpo horizontal. Todo esto es la más importante herencia política del movimiento, lo que debemos honrar.

Parte de la dirigencia del movimiento, y quienes escribieron su historia, se han encargado de repetir una y otra vez el mismo episodio de sufrimiento (actitud meritoria si se quiere, pero defensiva siempre). Sin embargo, para la gran masa de participantes, los más, los miles que marchaban, que hacían volantes, que hablaban en los mercados, que se oponían a sus padres, que escuchaban rock, que planteaban nuevos códigos de convivencia en la familia, en la amistad y en el amor, la herencia y enseñanzas del 68 van más allá de la política; están en el trastrocamiento cultural, en esa combinación de colores, sabores y olores de los años 60, que como los buenos platillos sólo se comen una vez en la vida. En el 68, por primera vez en el mundo, una generación joven fue la que desafió al Estado. Es en la esfera cultural, en su sentido más amplio, donde hay que buscar su razón de ser.

“Nuestro deseo era sólo una posibilidad entre mil imposibilidades; no sabíamos cuál sería el resultado, si la revolución, si sólo un testimonio inofensivo o simplemente enseñarle la lengua al Señor de las moscas; o tal vez demostrarle al mundo que levantar la mano contra él era el inicio de su desmitificación. ¡Diálogo público!, demandábamos. ¿Podía haber diálogo con quien sólo conocía el monólogo? ¡Pues no! Sin embargo había que exigirlo, era lo más revolucionario que podíamos hacer: llamar al leviatán a sentarse frente a nosotros, para romper el silencio al que nos había condenado, durante décadas, su autoritarismo.”

*Edgar fue delegado al CNH por la prepararatoria 7, UNAM, y Gabriel, su hijo, es columnista en la sección internacional de La Razón.

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