Anne había almorzado, como cada mes desde hacía ya bastante tiempo, con su amiga Maxime Kumin, también poeta.
Un pacto de sangre gobernaba su relación: ser brutalmente honestas al comentar los poemas de la otra, sin contemplaciones, sin esa fácil hipocresía que ambas detestaban y que Anne, de cualquier manera, era incapaz de mostrar ante nadie. Anne había leído su poema “El remar termina”, que tanto éxito tenía en los recitales a los que la invitaban cada vez más y con el que cerraba su libro El horrible remar hacia Dios, cuyas galeradas estaban revisando. Era un gran título, pensaba ella con vanidad, inspirado en lo que le dijo un padre cuando Anne, mitad en broma y mitad en serio, le había pedido la absolución y él le había dicho que no podía hacer eso si ella no era católica, pero que además no era necesario, pues para ella Dios estaba en su máquina de escribir. Se le ocurrió que teclear (y furiosamente como lo hacía ella) era como remar hacia Dios, pero para no sonar muy mística o devota agregó el adjetivo “horrible”. Gran título. Maxime le había dicho: “Es uno de tus grandes éxitos, tiene todo el sello de Anne Sexton, y por eso mismo vas a acabar odiándolo”. Y era cierto, ya mismo empezaba a cansarle esa gran idea suya de jugar una mano de póker contra Dios y que todo lo decidiera un comodín… Jajaja, se rio sola en voz alta, como solía hacerlo. Luego calló y pensó: “No tendré tiempo de odiar este poema”.
Lo que sí odiaba era estar sola. De hecho, ése era su único y secreto reparo contra el suicidio: que se muere en soledad. Por lo demás, el magnetismo de la muerte por propia mano era demasiado poderoso, era, sí, una especie de lujuria. Pero, ¿cómo hacerlo? El cómo era mucho más importante que el porqué. Como los carpinteros, que se preocupan siempre por las herramientas y no se detienen a preguntarse por qué construir. Con las píldoras había tenido una larga, intensa relación que la había depositado en la cama de un hospital en más ocasiones de las que le gustaba acordarse. Las píldoras… le gustaban más las píldoras de lo que se gustaba ella misma. Tenía con ellas una especie de matrimonio, una especie de guerra en la que sembraba bombas en su propio interior. No, píldoras no, esta vez no. Y no se iba a aventar de un puente como el loco de su amigo John Berryman, a quien tanto admiraba. Y no es que no le gustara la vida, ¡la vida le encantaba!, sino que no sabía vivir, no era lo mismo… Su admirada y envidiada Sylvia Plath, en cambio, había optado por el desvanecimiento indoloro que trae una suavísima asfixia. Sí, tal vez. Estas cosas no hay que pensarlas demasiado. También a la muerte se le puede tomar por sorpresa y entrar en ella con la ligereza de una lente de contacto. “Ni siquiera las avispas pueden encontrar mis ojos”, se dijo. A continuación, se quitó los anillos y se puso el abrigo de su madre. Se sirvió un vodka y fue a encerrarse en la cochera. Se sentó en el coche y esperó con tranquilidad la llegada de la muerte.
Era 4 de octubre de 1974. Anne estaba a punto de cumplir 45 años.