Entre 1933 y 1945, el filósofo alemán Martin Heidegger fue rector de la Universidad Friburgo; durante su gestión, defendió el nazismo y persiguió a estudiantes judíos frente a la sorpresa de sus antiguos alumnos.
En la correspondencia entre Hannah Arendt y Karl Jasper comentan su desilusión por la conducta de su antiguo maestro, quien había renunciado a su compromiso con la verdad filosófica y se había convertido en un “hombre de sistema”; entre muchos actos reproblables, prohibió la entrada a la universidad al hombre a quien le dedicó Ser y Tiempo —su obra magna—: el judío, Edmund Husserl.
Con la caída del nazismo y la recuperación de la sensatez en el mundo, Heidegger tuvo que pagar las cuentas de su ambición y sus traiciones: el Ministerio de Educación alemán le prohibió tener actividades académicas y dar clases; tuvo que exiliarse en una cabaña en la Selva Negra. Por la intercesión de antiguos alumnos, Karl Jaspers y Hannah Arendt —ambos judíos—, se levantó la prohibición y Heidegger pudo volver a dar clases en 1952.
La solidez filosófica de Heidegger es indudable. Pero sus acciones como rector durante el nazismo devalúan su solvencia moral. Utilizó las aulas como medio de propaganda, manipuló las conciencias de sus estudiantes, se benefició de los fondos, traicionó a sus antiguos colegas… él mismo acepta que lo llaman “antisemita furibundo” en las calles.
Desafortunadamente, las personas solemos cometer los mismos errores.
El 7 de octubre del 2023, el grupo terrorista Hamas atacó brutalmente a los ciudadanos israelíes. En esta columna, he dado cuenta del terrible desarrollo de los hechos, del dolor que ha significado para las víctimas y del torbellino bélico en el que se encuentra atrapada la región.
A un año de distancia, la polarización en el mundo ha rebasado la barrera de la contradicción: el mismo día había personas que lloraban a sus muertos o que pedían el retorno de sus familiares secuestrados. También hubo grupos que festejaron la pena de los dolientes e impulsaron discursos proterroristas en universidades: una vergüenza difícil de entender, pero que ya habíamos visto antes.
El ataque terrorista desencadenó una guerra —en varios frentes— que parece no tener fin; además de los altísimos costos sociales, están las vidas rotas, los proyectos no realizados y los sueños dejados atrás por cada uno de los habitantes de la zona. Porque, más allá de fobias y filias políticas, es un hecho que todos los ciudadanos de la región están pagando el costo del conflicto con sus días.
También está el frente en las universidades, donde debemos discutir y razonar todas las ideas, posiciones y circunstancias con razones. Ésa es nuestra obligación principal. Desafortunadamente, hemos visto actos de cancelación, mítines de propaganda, campañas de desinformación y normalización de la violación como arma de guerra, que van detrás de los fondos enviados por Qatar. Y eso no está bien: no es correcto, no es decente.
Más allá de los tejidos artificiales del derecho internacional, de las cuestiones políticas y de los intereses económicos, parece que olvidamos nuestros principios como seres humanos: tener compasión, respetar lo que es distinto a nosotros, decir la verdad, tratar de buscar algún punto medio de acuerdo para resolver los conflictos.
El torbellino de la sinrazón pasará, como siempre pasa. Los precios de la polarización y de las indignidades los pagaremos todos; y también sabremos quiénes fuimos y cómo nos comportamos frente a las atrocidades.