Fue un tema clásico de la Guerra Fría, cuando Estados Unidos y otras potencias occidentales promovieron guerras en todo el mundo en nombre de la democracia. Que la URSS o el bloque soviético impulsaran sus propias guerras no se veía como una respuesta anómala, ya que la adopción de un sistema comunista totalitario iba aparejada a una política exterior expansionista. Pero que lo hicieran las propias democracias occidentales, abrió un debate teórico que, en nuestros días, vuelve a reactivarse.
Para muchos académicos, que exploraban las tensiones o conflictos que generaban la coexistencia de un imperio y una democracia en un mismo país, Estados Unidos se convertiría en símil de la hipocresía democrática en la Guerra Fría. Desde el flanco liberal, Hannah Arendt, Raymond Aron, George Kennan y tantos otros trataron el asunto sin descartar las amenazas a la paz, que generaba el propio internacionalismo democrático. La cuestión adquiere una dramática actualidad con la expansión de la ofensiva de Israel en el Medio Oriente.
La creación del Estado israelí, en 1948, a partir de un plan diseñado por la ONU, coincidió con el arranque de la Guerra Fría. El propósito deliberado era la fundación de dos Estados, uno judío y otro árabe, en un mismo territorio del Levante mediterráneo. Pero rápidamente, el avance de la ocupación territorial de los colonos israelíes y las sucesivas guerras con el mundo árabe, entonces en plena descolonización, distorsionaron el proyecto original de Naciones Unidas.
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Durante la larga Guerra Fría, la idea de Israel como única nación democrática en el Medio Oriente se sostuvo a sangre y fuego. Tras la consolidación de los estados árabes descolonizados y el desplazamiento de muchos de ellos al espectro islámico, especialmente luego de la Revolución iraní de 1979, aquella idea de una isla democrática en un entorno autoritario musulmán se convirtió en dogma. El fin de la Guerra Fría, con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la desintegración de la URSS en 1992, en vez de flexibilizar ese dogma no hizo más que recrudecerlo.
Al igual que en América Latina, el triunfalismo liberal de la post-guerra fría, en los años 90 y 2000, se naturalizó en el Medio Oriente. Las guerras del golfo Pérsico y la reacción agresiva del gobierno de George W. Bush a los ataques terroristas contra el World Trade Center de Nueva York reforzaron la alianza de Estados Unidos y Europa con la ocupación israelí de la franja de Gaza y Cisjordania. Lo poco que pudo avanzarse en la distensión a favor de la independencia de Palestina, en los Acuerdos de Oslo, fue velozmente rebasado por una radicalización simultánea que explica tanto a Hamas y a Hezbolá como a organizaciones de la derecha israelí como La Casa Judía, el Partido Sionista Religioso y la propia deriva belicista de Benjamín Netanyahu.
La terrible guerra del último año, en Gaza, es consecuencia de ese auge imparable de los extremismos en el Medio Oriente, en lo que va del siglo XXI, del que no puede excluirse el extremismo sionista. Buena parte de la reacción global contra la guerra, se concentra en la incapacidad de la derecha israelí para avanzar en el pacto originario de la ONU de los dos Estados, y el reconocimiento de la soberanía de Palestina. Pero a estas alturas, con la internacionalización del conflicto, y los ataques de Israel contra el Líbano e Irán, la guerra no sucede únicamente en Gaza ni responde a una lógica sólo anti Palestina.
Para constatar el giro que ha dado el conflicto, desde el arranque de la Guerra Fría, habría que repasar las ofensas constantes que lanzan el gobierno de Netanyahu y sus diplomáticos contra el Secretario General, António Guterres, líder del organismo que, en buena medida, fundó Israel en 1948. Lo que resultará cada vez más difícil, de continuar estas radicalizaciones, es que no se vea como un mito la idea de una democracia que sólo puede relacionarse con sus vecinos por medio de la guerra.