No es que nunca se hayan presentado aberraciones en el Senado mexicano, cuyo bicentenario lo encuentra en muy lamentable situación.
Por citar algunos señalados episodios de los últimos 6 años: la licencia concedida al senador Manuel Velasco para reasumir la gubernatura de su estado; la muy irregular (¿fraudulenta?) elección de la actual —y ornamental— titular de la CNDH y, por supuesto, la sesión del 11 de septiembre de este año. Hemos de añadir el recientísimo “sabadazo” como uno de los episodios lamentables en la historia legislativa del país.
La reforma judicial aprobada fue regresiva, autoritaria, anticonstitucional por contradictoria, y violatoria de diversos tratados internacionales a los que México está obligado. Con la falacia de democratizar al Poder Judicial, lo que se pretende es cooptar al único poder del Estado que ha funcionado para garantizar el cumplimiento de la Constitución y servir de contrapeso ante pulsiones autoritarias del Ejecutivo y del Legislativo. La elección popular de personas juzgadoras genera exactamente todo lo contrario a lo que supuestamente se busca. Los incentivos perversos se presentan de cabo a rabo: el comité de evaluación puede seleccionar perfiles con el criterio de estar partidariamente alineado al régimen o permitir que abogados que no son aptos lleguen a realizar tareas que requieren una importante especialización; se someterá a las candidaturas a todos los indeseables incentivos de los cargos de elección popular —como la búsqueda de financiamiento al margen de la ley (en el extremo, a los intereses del crimen organizado) y que sus decisiones se tomen “en sintonía” con los intereses de quien auspició (o patrocinará) las campañas judiciales—; y, por si hubiera alguna osadía de independencia, estará el tribunal disciplinario.
El deleznable espectáculo público del sábado pasado en el Senado fue muy gráfico en términos de improvisación, negligencia, destrucción institucional, aberración política y desconocimiento de derechos. Sin ningún argumento —más allá del revanchismo y el cumplimiento del capricho presidencial— y sin ninguna evaluación sobre el desempeño de los funcionarios agraviados, observamos la impía destrucción de un capital jurídico acumulado por décadas, en el cadalso de una tómbola. Romper con el principio de inamovilidad de las personas juzgadoras es dar en el corazón de la autonomía e independencia judicial. Los precedentes judiciales internacionales que condenan tales prácticas son demoledores.
Como si lo anterior no fuera ya muy grave, el Senado aprobó también una reforma que permite a la Presidencia del INE nombrar directamente a directores ejecutivos y otros altos funcionarios sin necesidad de la aprobación del Consejo General, que es el órgano superior de dirección del INE (no la presidencia). Esta medida, que, por supuesto no fue inocente, atenta directamente contra la colegialidad y la institucionalidad del órgano electoral.
Todo esto con aires de impunidad y con desacato ante resoluciones judiciales que han ordenado detener el avance de la reforma judicial. Aquí la gran pregunta es qué va a ocurrir ante el eventual choque de trenes, en el escenario en el que la Suprema Corte determine la inconstitucionalidad y/o inconvencionalidad de la reforma judicial. La mayoría de su pleno tiene todos los incentivos, y argumentos jurídicos, para hacerlo. Además, por supuesto, de un amplio respaldo social y de la comunidad internacional, que observan con profunda preocupación el deterioro democrático.