El jueves pasado, las Fuerzas de Defensa Israelíes (FDI) eliminaron al líder de la organización terrorista Hamas, que fue la responsable de los atroces hechos del 7 de octubre del 2023.
Desde la mañana, la noticia circuló por redes sociales, pero no fue sino hasta medio día —de la Ciudad de México— que se confirmó la muerte del hombre más buscado en Medio Oriente. La confirmación de su identidad se validó mediante pruebas dentales, huellas dactilares y ADN; así, no hay espacio a dudas: Sinwar está muerto.
Al día siguiente, la revista Time lanzó una portada con la imagen del terrorista análoga a la que emitió cuando, en 1945, se supo del suicidio de Adolfo Hitler. Para quienes no han seguido de cerca este conflicto, puede resultar chocante la comparación entre un terrorista y el Führer del Tercer Reich Alemán. Pero no lo es.
En términos cuantitativos, Hitler y su régimen son responsables por la muerte de seis millones de judíos en condiciones que, como humanidad, nos habíamos prometido no repetir. Ése era el espíritu detrás de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el sentido de la creación y financiamiento de la Organización de las Naciones Unidas.
Y, como es sabido, los desafíos históricos han puesto en duda tanto el compromiso moral como la efectividad de la ONU. A pesar de eso, hasta el 7 de octubre, existía el ánimo internacional por evitar, prevenir y condenar las atrocidades.
Entre muchos giros históricos, Yahya Sinwar es el responsable de promover la normalización de crueldad y del uso de la violencia sexual como arma de guerra. A todo esto lo llamó “resistencia” y, junto con sus aliados, impulsó una retórica global para lograr una “transmutación de los valores” —si se me permite la expresión nietzscheana—. Así, actos que en otro momento habrían sido condenados en las universidades o por los organismos de las Naciones Unidas fueron recubiertos con un halo propagandístico de “heroica resistencia por parte de las pobres víctimas”.
De pronto, se volvió necesario explicar que violar mujeres y transmitir en vivo a sus familiares, mediante redes sociales, es un acto moralmente inaceptable; también, tuvimos que insistir en que secuestrar civiles era un delito de guerra; y que gastar el dinero de apoyo a los gazatíes en bolsas Birkin o relojes Rolex no es precisamente un dato de solidaridad entre víctimas oprimidas.
Sinwar no asesinó a tantas personas —aunque cada vida es valiosa por sí misma—, pero sí presumió su crueldad, sus humillaciones y su desprecio por todo lo que no fuera él. Utilizó la fórmula de la víctima perfecta: lucró con las debilidades de su pueblo para lastimar a sus enemigos y —¡faltaba más!— enriquecerse en el camino.
Ni los nazis se atrevieron a exponer sus vejaciones ni sus delitos. Sinwar rebasó los límites de la vergüenza y embaucó a miles: algunos despistados; los más, interesados en los fondos. El daño cualitativo de Sinwar es corrosivo: lo mismo lastimó a gazatíes que a israelíes. Y también a universidades y a la propia ONU.