Los dos ataques de misiles balísticos de Irán contra Israel en los últimos meses dejaron claro lo que muchos venían diciendo desde hace ya varios años. La guerra entre Hamas e Israel es sólo un eslabón en un rompecabezas regional; parte de un conflicto mucho más serio entre las dos potencias militares en la región, Irán e Israel.
Una de las lecciones más claras que ha dejado la guerra a analistas y politólogos es que cuando alguien dice que su intención es exterminarte, lo más seguro es que estén diciendo la verdad. A pesar de que el aparato de seguridad de Israel ha tratado durante años de convencer a las potencias europeas e incluso, en ocasiones, a Estados Unidos, de que Irán está trabajando arduamente en un plan para destruirlo, pocos analistas pensaron que la amenaza fuera real. Para muchos, la retórica violenta y amenazante del ayatola, que prometía la “inminente destrucción de la entidad sionista”, tenía más bien un objetivo político interno: crear un enemigo externo en la imaginación popular para reforzar la legitimidad del régimen.
Incluso después del 7 de octubre, cuando tan sólo días después del ataque de Hamas todos los aliados o más bien vasallos de Irán —Hezbolá, los hutíes en Yemen y milicias chiitas en Irak y Siria— comenzaron a atacar Israel, hubo quien puso en duda el papel de Irán en el conflicto. Pronto esta ilusión se disiparía y cientos de misiles iraníes, en el ataque con misiles balísticos más grande de la historia, atravesarían cientos de kilómetros desde Irán hacia Jerusalén.
El plan para destruir a Israel se puso en marcha hace ya más de una década. La teoría, que se puso en práctica el año pasado, es la siguiente: Israel es un país militarmente fuerte, así que es imposible destruirlo en una guerra convencional rápida sin armas atómicas —algo que Teherán ha buscado conseguir y, a pesar de estar cerca, aún no tiene—. La única manera de acabar con Israel es por medio de una guerra larga de mediana intensidad y de varios frentes que, a largo plazo, resulte en el debilitamiento de la economía, el ejército y la sociedad israelí y la migración masiva de israelíes. Con este objetivo, Irán comenzó a financiar (e incluso ayudó a formar) a una serie de enemigos que hoy en día rodean a Israel. Hezbolá, en el norte desde Líbano; milicias proiraníes desde el noreste y este de Israel, en Siria e Irak y los hutíes desde el sur, en Yemen. A todos estos vasallos chiitas se sumó un aliado menos esperado, el grupo terrorista Hamas en Gaza.
Por años, Irán invirtió sus dividendos petroleros para financiar y armar a todos estos actores; el 8 de octubre comenzaron de inmediato los ataques de todos estos contra Israel.
La estrategia parecía estar funcionando. Sin embargo, Irán no tomó en cuenta un factor inesperado. Israel decidió, de manera sorpresiva, matar a un general iraní de alto rango que dirigía las operaciones contra Israel desde Líbano y a uno de los líderes de Hamas en Teherán, forzando a Irán a salir del clóset y atacarlo. Luego llegaría el asesinato del líder de Hezbolá, Nasrallah y, de nuevo, la respuesta directa de Irán.
El plan de Irán quedó en evidencia y, a pesar de su éxito inicial, la campaña israelí en contra de Hezbolá, en donde la organización ha perdido las dos terceras partes de su armamento balístico, y todo su liderazgo ha sido eliminado, ha dejado a Irán más expuesto que nunca y a la espera de la respuesta israelí al último de sus ataques.