El juego de palabras no es inocuo. La coyuntura política hace que de forma cotidiana esté en la conversación la iniciativa —aprobada ya— de reforma a la Constitución, infausta y equivocadamente conocida como de “supremacía constitucional”.
Por otro lado, está el papel que, al final de toda la resistencia al impulso autoritario, jugará la Suprema Corte de Justicia de la Nación frente a la crisis constitucional que el régimen ha desatado, precisamente para defender la supremacía que la propia Constitución otorga a los derechos humanos, reconocidos en su mismo texto y en los tratados internacionales celebrados por nuestro país.
En este tenor, resalta el amicus curiae o escrito de “amigos de la Corte”, un documento presentado por personas interesadas en la materia, pero propiamente no parte del litigio, que reunió para su elaboración a muchas de las mentes jurídicas más brillantes de nuestro país y de Iberoamérica, quienes ven, con justa razón, la atrocidad que se cierne sobre la democracia mexicana. La comunidad académica, jurídica y defensora de la democracia y de los derechos humanos en México y el mundo, ve con azoro y, afortunadamente, con una activa preocupación, el avance y voracidad con la que se está dando el deterioro democrático en nuestro país.
En reacción, el oficialismo —buscando evitar cualquier actuación de la Suprema Corte o de cualquier otro órgano del Poder Judicial en defensa de los derechos humanos violados por esa reforma, contenidos en disposiciones convencionales internacionales, que obligan al Estado mexicano por haberlas suscrito en su momento— impulsó esa impresentable y abyecta reforma mal llamada de “supremacía constitucional”, para que absolutamente nadie que no sea parte del régimen autoritario que se va consolidando, pueda intentar revertir cualquier medida opuesta a su sacrosanta e incuestionable voluntad.
Y justamente se hace notar el contrasentido en el juego de palabras: como, afortunadamente, todavía una mayoría de ministros de la Suprema Corte ha mostrado su voluntad de revertir el asalto al Poder Judicial, la respuesta del régimen no pudo ser de talante más autoritario. Lo que nos dice el régimen a todas y todos los mexicanos con esa última reforma es: tú tienes los derechos que yo diga, cuando yo quiera te los quito y no habrá nada que puedas hacer ante ningún órgano, pues, además de que el Poder Judicial será pronto también mío, todas las reformas a la Constitución que yo apruebe (y que puedo aprobar por mí mismo sin convencer a nadie más y que pueden ir en el sentido que se me dé mi gana) son inatacables e incuestionables, tanto en su fondo como en su forma. Así que yo decido si conservas o pierdes tus derechos humanos, y tú, calladito.
Si bien, desde su promulgación, la Constitución ha tenido centenares de modificaciones, lo que se pretende ahora es cambiar en definitiva su carácter, para dejar de ser esa Ley Suprema que le da orden y límites al poder político y establece mecanismos de protección de los derechos humanos reconocidos. El proyecto de sentencia que ha circulado y que propone la invalidez de algunas disposiciones de la reforma judicial abre algún espacio a la esperanza, pero ya tenemos el aviso de desobediencia por el Ejecutivo y el Legislativo. Estamos, pues, al borde de la crisis constitucional más grave, desde el asesinato del presidente Venustiano Carranza. Y es que no todo golpe de Estado implica necesariamente acciones militares y sangre. Un desacato como el que se anuncia podría válidamente calificarse como tal.