La vorágine con la que se ha vivido los últimos treintaiún días de Gobierno en nuestro país, hace parecer que llevamos ya algunos años, y no únicamente un mes, desde el cambio de estafeta presidencial.
Tan es así, que la respuesta del ministro Javier Laynez Potisek —ante la pregunta de una entrevistadora sobre su estado general de ánimo—, no pudo ser tan sincera, pues se trata, tal cual, del malestar compartido por un amplio sector de la ciudadanía, respecto al futuro institucional que se vislumbra para nuestro país.
Si hubiera lugar a dudas sobre la gravedad de la crisis institucional actual, resulta muy sintomático que, en el albor de la aprobación de la llamada ley de supremacía constitucional, ocho —de once— ministros hayan presentado la renuncia a sus cargos y declinado participar en la elección judicial de 2025, por motivaciones tan diversas como congruencia de principios, dignidad, libertad personal o simple incompatibilidad con un perfil que requiere apoyo popular.
Cierto es que no todo el pleno comparte una visión tan catastrofista de la actual coyuntura, pues las ministras Yasmín Esquivel, Lenia Batres y Loretta Ortiz
—quienes, por cierto, abiertamente han resultado ser muy afines a la 4T—, han expresado que se mantendrán en el cargo, lo que, además, les concede pase automático como candidatas a renovar sus posiciones en la Suprema Corte, en la elección judicial del próximo año.
La nueva reforma busca eliminar la posibilidad de que autoridades judiciales estén facultadas para cuestionar y, en su caso, revertir, decisiones tomadas por el Congreso, que adicionen o reformen la Constitución
—tal y como ha sucedido en las semanas recientes, como último recurso legal, para frenar la reforma constitucional en materia judicial, aprobada en el ocaso del sexenio recién concluido—.
Con esta medida, la división y el equilibrio de los Poderes del Estado queda socavado, pues la Suprema Corte estaría impedida para atender amparos o controversias constitucionales —de sus funciones más primordiales—, y el Poder Judicial en su conjunto quedaría un peldaño más abajo del Ejecutivo y Legislativo, en cuanto a facultades y atribuciones.
La estrechez de miras de la propuesta alarma, pues, claramente, en el inmediato plazo se trata de un recurso del oficialismo para impulsar como sea su propia reforma, en un momento en el que pueden darse el lujo de ignorar a la oposición y a cualquier voz disidente, y aprobar lo que les venga en gana, sin discusión alguna. Pero pareciera que esperan que el escenario en el que la administración en turno goza de una mayoría aplastante en el Congreso, se mantenga permanentemente.
Sin embargo, de subsistir los principios democráticos que, bien o mal, han regido en este país en los últimos treinta años, esta condición no debería repetirse ni frecuente ni indefinidamente, por lo que lo decidido hoy dinamita profundamente nuestro entramado institucional y la capacidad de operar de futuras administraciones.
Así, estos intempestivos vientos de cambio, donde pareciera que la tónica de la nueva administración es gobernar únicamente para sus adeptos.