La apuesta de la Cuarta Transformación siempre ha sido por el presente, por encima del pasado e incluso del futuro. Los gobiernos de la 4T no son particularmente pacientes con procesos amplios de planeación, implementación y evaluación, sino más bien enfocados en apresurar la acción. A diferencia de la imagen de antaño de gobiernos vistos como pesadas máquinas administrativas y burocráticas, tanto el gobierno de AMLO y parece que, en mucho mayor medida, el de Claudia Sheinbaum son gobiernos ágiles que huyen a la pausa aún con el riesgo de parecer precipitados. En estos gobiernos no es que no pasa nada, es que pasa de todo.
Este enfoque a la acción y pragmatismo político no es sólo una forma de operar, sino parte del componente ideológico de la Cuarta Transformación. La acción sucede en el presente. El cambio tiene más valor que las reglas y lecciones del pasado y que los miedos y advertencias del futuro. Ese valor que tiene el cambio y el presente en los gobiernos y legislaturas de Morena llevan a un choque de trenes con quienes salvaguardan la voluntad de las ultramayorías representativas que construyeron las reglas constitucionales en el pasado.
Donde muchos ven límites y contrapesos, cotos vedados para la protección de derechos humanos, las minorías y acuerdos de convivencia política y social, Morena ve obstáculos y trabas a su proyecto transformador. El respaldo electoral y popular derivado de las elecciones de 2024 y su estrategia de optimización del voto le dio a Morena la Presidencia y la cortedad del Tribunal Electoral la mayoría calificada en el Congreso, para continuar la conformación de un nuevo régimen político.
Como parte de esta nueva configuración, la Suprema Corte de Justicia, muy pronto dejará de ser un cónclave conformado con ministros nombrados en distintas etapas del pasado y pasará a ser un pequeño parlamento que dictará las decisiones de justicia más importantes del país. La conveniencia o inconveniencia de esta decisión la veremos en el futuro, pero representa la culminación de una visión de Estado en donde se sopesa en mayor medida la voluntad de las mayorías provocando que los intereses, opiniones e incluso dolores de las minorías corran el riesgo de ser escuchadas y tomadas en cuenta más por decisión de quien ocupa el poder que por un cauce institucional efectivo.
Por si fuera poco, la reciente reforma de supremacía constitucional impide que se puedan presentar amparos, acciones de inconstitucionalidad y controversias constitucionales en contra de reformas a la Constitución, incluso los recursos que están en trámite como los de la reforma al Poder Judicial. Este cambio, que contradice la vanguardia en protección a derechos humanos, las garantías que un Estado constitucional democrático brinda para la defensa de particulares en contra de decisiones del Estado y las convenciones internacionales en la materia, vaticina un choque entre los Poderes Ejecutivo y Legislativo y el Judicial. Una crisis constitucional en donde la Presidencia y el Congreso llevan las de ganar.
De ser así, el segundo piso de la Cuarta Transformación tendrá carta abierta para derogar el pasado y para petrificar, en fast track y apresuradamente, su proyecto en la Constitución —como ha venido sucediendo. Esta ponderación del presente y la aceleración por encima de la racionalidad de las decisiones y convicciones del pasado, debió haber tenido un límite: el futuro.
El Gobierno de Sheinbaum goza de un mes con una inmensa popularidad y una amplia mayoría ciudadana que confía en su Gobierno y sus intenciones, pero creo nadie firmaría un cheque en blanco por quien venga después de ella, ni renunciaría a la posibilidad de apelar sus decisiones, muchos menos las grandes decisiones de Estado. Hoy tenemos menos herramientas para enfrentar esas decisiones. Para el régimen el presente es acción y cambio, pero el futuro es continuidad. Para muchos otros el futuro es esperanza y también desconfianza.