Vuelvo en este artículo al examen de la célebre tesis nietzscheana de que no hay hechos sino sólo interpretaciones.
¿Qué significa? ¿Qué no hay nada que no sea una interpretación? Pero, entonces, ¿sobre qué serían las interpretaciones? ¿Sobre otras interpretaciones? ¿Está todo flotando en el aire? Nietzsche podría responder que él no sostiene que no exista el mundo, sino que no hay nada en el mundo que no pueda interpretarse de más de una manera. Lo que se entiende por un hecho, nos diría, es algo que no permite más interpretación que la de su propia realidad, por lo mismo, intentar interpretarlo de otra manera sería falsearlo. Nietzsche diría que, por lo mismo, eso que llamamos hechos, no existen, son ficciones que nos hacen imaginar una realidad constituida en sí y por sí de forma absoluta y definitiva.
Me parece que Nietzsche no acaba de responder a la objeción de que una interpretación tiene que serlo de algo que no puede ser, a su vez, otra interpretación. No hay una interpretación de la nada o de algo totalmente indefinido. Por lo mismo, el acto de interpretar requiere que la existencia y la identidad del objeto interpretado no dependa completamente de una interpretación
Hagamos ahora la pregunta de qué determina la corrección de una interpretación. Nietzsche podría responder a bocajarro que no hay hecho alguno que determine la corrección de una interpretación. A fin de cuentas, no hay interpretaciones que sean más correctas que otras. Todas valen por igual. Asumir que hay un criterio, por fuera de las interpretaciones, que determine cuáles interpretaciones de X son más correctas que otras es volver a asumir la existencia de algo semejante a los hechos, es decir, de un patrón para juzgar a las interpretaciones que no sea interpretable él mismo. No hay nada en X que nos permita distinguir a las interpretaciones de X como más o menos correctas. Cuando preferimos una interpretación de X sobre otra, lo que está en juego no es la realidad de X, su esencia, su identidad, su substancia, su naturaleza, sino otras cosas, como el poder o la voluntad o los instintos de los intérpretes.
Esmeralda
Dentro de una discusión acerca de cómo interpretar algo, nos diría Nietzsche, no hay un momento en el que uno de los participantes pueda señalar un hecho y con ello acabar el debate. Nadie puede ganar una disputa apuntando a un hecho del que ya no quepa interpretación alguna y, por lo mismo, discrepancia alguna. Estamos condenados, por lo tanto, a discutir sin encontrar un asidero que permita declarar a cualquiera de los contendientes como el vencedor definitivo. Por lo mismo, las polémicas acaban por cansancio o por aburrición o porque uno de los contendientes se impone al otro por medio de la fuerza; o, dicho de otra manera, porque logra imponer su interpretación como la verdadera.
Se puede ofrecer otra versión del argumento anterior: en una discusión sobre cómo interpretar X, debemos cuidarnos de no cambiar de tema para no terminar discutiendo acerca de cómo interpretar Z. No podemos aceptar, sin más, que X sea igual a Z, sea Z cualquier otra cosa que se nos ocurra. Una interpretación debe delimitar su objeto para que tenga sentido afirmar que consiste en una interpretación de algo y no de otra cosa
Me parece que Nietzsche no acaba de responder a la objeción de que una interpretación tiene que serlo de algo que no puede ser, a su vez, otra interpretación. No hay una interpretación de la nada o de algo totalmente indefinido. Por lo mismo, el acto de interpretar requiere que la existencia y la identidad del objeto interpretado no dependa completamente de una interpretación. Sólo así podemos decir que puede haber más de una interpretación de lo mismo, por ejemplo, que X puede interpretarse como A o como B. Pero, ¿por qué no llamar a ese X, el objeto primario de la interpretación, un hecho? Aunque se concediera que nuestro acceso a X siempre esté mediado por una interpretación, no podemos dejar de asumir que sin ese X no interpretado no habría interpretación posible.
Se puede ofrecer otra versión del argumento anterior: en una discusión sobre cómo interpretar X, debemos cuidarnos de no cambiar de tema para no terminar discutiendo acerca de cómo interpretar Z. No podemos aceptar, sin más, que X sea igual a Z, sea Z cualquier otra cosa que se nos ocurra. Una interpretación debe delimitar su objeto para que tenga sentido afirmar que consiste en una interpretación de algo y no de otra cosa. Topamos aquí con un límite a la interpretación que sólo puede ser fijado por la identidad misma de X. Dicho de otra manera, para que una interpretación de X tenga sentido debemos aceptar el hecho no interpretable de que X sea distinto a Z. De otra manera, la práctica de la interpretación sería un caos, una enorme confusión. Aunque quizá Nietzsche estaría dispuesto a conceder que, en efecto, toda interpretación es, en el fondo, un caos y que si nos parece de otra manera es porque la interpretamos así.