Vi a un muerto en mi infancia en el bar El aparejo de la esquina de mi casa en Guantánamo. Unas mujeres vendían fichas de 10 centavos que daban derecho a bailar con ellas pegadito —apechungao— un bolero. Sábado, el sol relumbraba: unos tiros me aturdieron. Salían de El aparejo. Corrí y me asomé a la puerta: un hombre sangraba en el suelo, la victrola seguía desplegando el bullicio de una guaracha. Me acerqué. Vi los labios del muerto con una expresión de desdeño. Lo mataron por estar bailando con la mujer del tipo que tenían inmovilizado en espera de la policía.
La celebración del Día de Muertos me lleva a ese episodio de aquel hombre con el pecho baleado y el entrecejo con expresivo desprecio. ¿Qué sensación lo arrobó mientras eróticamente bailaba y sintió en el pecho el plomo del balazo? Dicen que cuando nos enfrentamos al final de la vida, las circunstancias del universo vivido cambian: todo debe valorarse otra vez. Aquel hombre pagó los diez centavos de la cédula, escogió a una de las muchachas del bar, la atrajo hacia él y empezó a contonearse bajo los compases del bolero.
Yo tengo para mí que cuando recibió el disparo todo le pareció paradójico, extraño y hasta discordante. ¿Cuántas veces había ido a la cantina? ¿Bailó siempre con la misma fichera? Me enteré después, era un hombre solitario que todos los sábados, acicalaba su imagen, sacaba del armario sus mejores vestuarios y se iba a El aparejo. No hablaba con nadie, se tomaba dos cervezas, compraba cuatro papeletas, bailoteaba buscando la tibieza de las bragaduras de la hembra y se marchaba sin despedirse.
La disputa por El Mayo Zambada
La muerte, usanza que se invalida en los ojos del muerto: experiencia que enfrenta a espectros en actos retrospectivos: tentativa por formular el potencial significado de la mortalidad, el sacrificio, la gratificación íntima de la soledad y el abandono a la luz del agonizar.
En estos días de festividades a los que se ‘adelantaron’ no puedo conciliar el sueño. La noche se eleva como un siseo infinito: “Yo veía a la noche como si algo se hubiera caído sobre la tierra, un descendimiento. Su lentitud me impedía compararla con algo que descendía por una escalera, por ejemplo. Una marea sobre otra marea... Unía la caída de la noche con la única extensión del mar”: José Lezama Lima.
Tengo el altar de mis muertos queridos (imágenes de mis tres hermanas, mi madre, Reinaldo Arenas, Bebo Valdés, Lecuona, Pablo Milanés, Coltrane, Benny Moré, Mozart, Bach, Martí, Robert Walser, Paz, Bonifaz Nuño, Pizarnik, Idea Vilariño...): el imponderable obscurecer se convierte en membrana de la fijeza. Los ojos de mi madre dialogan con el silencio de un colmo de enigmas, donde mis muertos queridos parlotean verbos de extrañas resonancias.
“En vano amenazas, Muerte, / cerrar la boca a mi herida / y poner fin a mi vida / con una palabra inerte. / ¡Qué puedo pensar al verte, /si en mi angustia verdadera / tuve que violar la espera; / si en vista de tu tardanza / para llenar mi esperanza / no hay hora en que yo no muera!”: Villaurrutia. “Desde mis ojos insomnes / mi muerte me está acechando, / me acecha, sí, me enamora / con su ojo lánguido. / ¡Anda, putilla del rubor helado, / anda, vámonos al diablo!”: José Gorostiza.
Muerte sin fin
- Autor: José Gorostiza
- Género: Poesía
- Editorial: FCE