GENTE COMO UNO

México, tan lejos de lo que Dios manda…

Mónica Garza *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Imagen: La Razón de México

“En Simojovel le pusieron precio a mi vida”, dijo en agosto pasado el padre Marcelo Pérez Pérez, asesinado hace menos de dos semanas, después de oficiar misa el 20 de octubre en San Cristóbal de las Casas, Chiapas.

El 13 de septiembre pasado participó en una movilización en la que por primera vez todas las diócesis de Chiapas (Tuxtla Gutiérrez, Tapachula y San Cristóbal de las Casas) se reunían para exigir, junto a feligreses y ciudadanos, un alto a la violencia e inseguridad que reina en aquel estado, que hasta ese día registraba más de 540 muertes violentas.

El sacerdote ya se había acostumbrado a ser blanco de amenazas, por sus declaraciones contra los grupos armados criminales que intimidan a las regiones indígenas.

Desde 2015 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, emitió una resolución en la que ordenaba a las autoridades mexicanas poner al padre Marcelo bajo un sistema de seguridad con medidas suficientes para garantizar la protección a su vida y su integridad personal.

Se buscaba también, darle las condiciones para poder continuar con su labor sacerdotal libre de hostigamientos. Claramente, al final todo esfuerzo resultó estéril.

Miles de personas se despiden del padre Marcelo Pérez, el pasado 22 de octubre.

El padre Marcelo Pérez Pérez sabía que se jugaba la vida cada vez que cruzaba la puerta de su casa o que entraba en la casa de Dios, que fue el último lugar donde estuvo antes de ser asesinado.

El asesinato de Marcelo Pérez Pérez se suma a los más de 80 que se contabilizan ya en contra de sacerdotes y servidores religiosos en México, desde la década de los 90, según el informe Situación de la Iglesia Católica ante la violencia en México, desarrollado por el Centro Católico Multimedial.

Dicho informe señala que desde hace 10 años, cada año son asesinados en México dos religiosos en promedio, lo que nos convierte en el país más peligroso de América Latina para ejercer el sacerdocio.

Ciudad de México, Michoacán, Guerrero, Veracruz y Estado de México son las entidades que registran el mayor número de agresiones entre 2010 y 2022.

En ese periodo, 19 de las 32 entidades del país reportaron al menos el asesinato de un clérigo, es decir que estos crímenes se cometieron en el 59.3 por ciento de nuestro territorio.

Este ciclo ha sido comparado por la propia Iglesia católica con la época conocida como la “cristiada”, la sangrienta persecución religiosa de inicios del siglo XX, y hoy pareciera que volvemos a aquella barbarie.

“Los sacerdotes compiten contra el crimen organizado. Cuando eliminan a uno, envían dos mensajes muy fuertes: Uno, si soy capaz de matar a un cura, puedo matar a quien quieran. Segundo, al eliminar a un cura no matan sólo a una persona, atentan contra toda esta comunidad y contra esta estabilidad”, adelantó lapidario el Padre Omar Sotelo, director del Centro Católico Multimedial en 2023.

Cabe recordar que, desde el pasado proceso electoral, el Episcopado mexicano convocó a los entonces tres candidatos al Poder Ejecutivo, a concretar un pacto por la paz.

Todos lo firmaron, aunque la actual Presidenta expresó en aquel momento sus reservas, al señalar que no coincidía con las referencias a una supuesta militarización en el país, que había hecho la Iglesia.

La Conferencia del Episcopado ha exhortado por nueva ocasión —luego de muchas— a las autoridades de todos los niveles, a atender las causas estructurales de la violencia en todo el país y sobre todo a garantizar la seguridad de los agentes de pastoral.

A la Presidenta se dirigieron diciendo: ”Como Madre que acoge el dolor de todos sus hijos, la Iglesia abraza a Chiapas sin olvidar el clamor que se eleva desde Culiacán, las poblaciones de Guerrero y Michoacán, como de cualquier rincón de nuestra patria donde la violencia desfigura la sagrada dignidad de la vida humana”.

En un sólo párrafo los representantes de la Iglesia católica en México recorrieron los focos rojos de la estrategia de los abrazos, donde también se ha manchado de sangre el ejercicio de su oficio.

Como una oración que se eleva en un grito desesperado, al decidir no bajar la voz desde ese púlpito, que para muchos representa un refugio y la última esperanza que les queda: la fe en Dios.

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